Recordando a Michel Quoist



En mi etapa de formación, quiero decir de seminarista y estudiante porque aún sigo en la formativa durante un tiempo incierto y presumo que alargable, hubo un libro que me impactó; no sólo a mí, creo que a todos los de mi edad. Se trataba de “Oraciones para rezar por la calle”, de Michel Quoist. Estaba en la mesilla de noche de todos los de mi curso; y creo que el mío aún sigue por algún rincón de la casa familiar, pero no sé exactamente dónde.
El caso es que me lo he encontrado en Internet, a libre disposición. Me lo he descargado y lo tengo ahora en mi máquina.
Este texto es de los primeros que aparecen en el libro.

AMO A LOS NIÑOS


“Y le presentaron unos niños para que pusiera sus manos sobre ellos, pero los discípulos comenzaron a refunfuñar. Viéndolo Jesús, se enojó y les dijo:
«Dejad que los niños vengan a Mí y no los estorbéis, porque de ellos es el Reino de Dios. En verdad os digo, quien no reciba el Reino de Dios como un niño no entrará en él»”. (Mc 10,13-15)

Yo amo a los niños, dice Dios, y quiero que os parezcáis a ellos.
No me gustan los viejos, dice Dios, a no ser que sean niños todavía.
Y en mi reino no quiero más que niños, eso está decretado desde siempre.
Niños cheposos, niños retorcidos, niños arrugaditos, niños de barba blanca, todas las clases de niños que queráis, pero niños, sólo niños.
Y no hay que darle vueltas. Eso está decidido. No tengo sitio para los mayores.
Yo amo a los niños, dice Dios, porque en ellos mi
imagen no ha sido adulterada,
ellos no han falseado mi semejanza, son nuevos,
son puros, sin borrón, sin escoria. Por eso cuando Yo me inclino sobre ellos dulcemente
es como si me estuviera mirando en un espejo. Amo a los niños porque aún están haciéndose, porque están aún formándose, van de camino, caminan.
Pero con los mayores, dice Dios, con los mayores ya no hay nada que hacer, ya no crecerán más, ni una gota, ni un palmo, ¡basta!, ¡patlaf!, se han estancado.
Es horrible, dice Dios, los mayores creen que ya han llegado.
A los niños grandes, dice Dios, sí los amo, aún están luchando, aún cometen pecados.
Bueno, a ver si me entendéis, no es que los ame porque los cometan, dice Dios, es porque saben que los cometen y se esfuerzan en no cometer más.
Pero a los «hombres serios», dice Dios, ¿cómo voy
a amarlos? Nunca hicieron mal a nadie, no tienen nada de que
arrepentirse, no puedo perdonarles nada, no tienen
nada de que pedir perdón. Es descorazonador, dice Dios. Descorazona porque
no es verdad.
Pero sobre todo, dice Dios, sobre todo, los pequeños
me gustan por sus ojos. Es ahí donde Yo leo su edad.
Y en mi cielo — veréis — no habrá más que ojos
de cinco años de edad. Porque yo no conozco cosa más bonita que una mirada inocente de niño.
Y no es extraño, dice Dios, porque Yo habito en ellos,
y soy Yo quien se asoma a las ventanas de sus almas. Cuando en la vida os encontréis una mirada pura, soy Yo quien os sonríe a través de la materia.
En cambio, dice Dios, no hay cosa más horrible que
unos ojos marchitos en un cuerpo de niño. Las ventanas están abiertas y la casa vacía. Quedan dos cuevas negras, pero dentro no hay luz. Tienen pupilas, pero huyó la mirada.
Y Yo, triste, a la puerta, tengo frío, y espero, y golpeo,
y me pongo nervioso por entrar.
Y el de dentro está solo: el niño.
Se endurece, se seca, se marchita, envejece. ¡Pobrecito!, dice Dios.

¡Aleluya, aleluya!, dice Dios. ¡Abríos bien, los viejos!
Es vuestro Dios, el siempre Resucitado, quien va a resucitar en vosotros al niño.
Daos prisa, es la ocasión, moveos. Estoy dispuesto a devolveros un hermoso rostro de niño, una hermosa mirada de niño.
Porque Yo amo a los niños, dice Dios, y quiero que os parezcáis a ellos.

He leído varias veces este texto. No lo recordaba. Entonces seguramente me entusiasmé con él, ahora sólo apenas. Supongo que lo leía con mis diecisiete años, y me resultaría gozoso y sugerente. Han pasado muchos años, no soy ya aquel adolescente, y mis ojos han perdido transparencia.
A mí también me gustan los niños. Me gustan ahora bastante más que entonces, que los miraba como lo que acababa de dejar y tal vez pretendiera olvidar. Me gustan más por lo que significan que por lo que son, por lo que se intuye en ellos que por lo que esperamos de ellos, por lo que nos hacen ser que por lo que en realidad somos para ellos.
Amo a los niños, pero no quiero que me quieran como a un niño. Tampoco quiero querer como si fuera un niño.
Soy adulto, a mi pesar y por mi gusto, también por el paso irremediable del tiempo. Perdí la inocencia, si es que alguna vez la tuve. Miro todo lo que veo a través de unos ojos que ya han visto mucho, y han ido endureciéndose; mi cristalino ya no se doma flexiblemente, y por tanto al corazón le llegan imágenes que el cerebro ha procesado a partir de una realidad condicionada. Ya no vibra como entonces, ahora lo hace de otra manera. Con menos frescura. Con menos ingenuidad. Sin casi inocencia. Con más hondura. Más reflexión. Una pizca más compasivamente. También con permanencia.
No puedo volver a la niñez; tampoco lo deseo. Tal vez, y si lo intentara, consiguiera renacer de nuevo, pero entonces ya sería de otra manera; otra persona, ojalá mejor persona. Pero… ¿sería posible?

2 comentarios:

  1. Bonito post!He leído algo de Michel, precisamente de ese libro. Tengo uno de sus poemas en el blog. El metro, me impactó mucho. Yo estoy pasando una etapa dura, me hago mayor, mis hijos están creciendo, me toca una época de sacrificio que no es la que más me gusta, y hay dias que desespero, pienso, hablo conmigo misma y me abro a Dios, lloro, me calmo, vuelvo a empezar, pero se me hace pesado muchas veces, aunque resisto e intento ver el lado positivo, tal vez todavía soy algo ingenua e inocente, poco madura, no lo sé, y es por eso que no me doy cuenta de muchas cosas, mi carácter es alegre, pero con el tiempo va menguando, y esa alegría, creo ahora que es como una resignación consciente que intento llevar lo mejor posible. En fin, hoy no tengo el día tan alegre como ayer, aquí está nevando, me gusta cuando nieva. Besos.

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  2. ¡Qué alegría encontrar un texto de Quoist! Hacía mucho tiempo que nada leía de él. He sido seminarista, y también a los 17 años tuve contacto con una pequeña porción de su obra. No ha sido un autor cuya lectura he cultivado lo suficiente, más por imposibilidad de acceso a sus libros que por negativa voluntaria, pero cada fragmento o texto suyo que llegaba a mis manos sembraba en mi vida luces de esperanza, fe y deseos de ser mejor y amar a mis prójimos (en el sentido franciscano). También la vida me ha llevado por caminos que han envejecido y endurecido mi mirada, ruego a Dios que me dé un corazón de niño. Saludos y gracias por compartir el la oración.

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