Tras mi última entrada he estado dándole vueltas a eso de las palabras. No lo he hecho estando ocioso, no; los lunes llevan algo más de carga de trabajo, y mientras hacía los preparativos para lo de la tarde catequética, escoba y cogedor en ristre, le daba a la pelota.
Palabras y muros tienen una relación. Bueno, no sé si la tienen o se la ponemos. Quiero decir que en sí y por sí, palabra y muro tal vez no sean relacionables. Pero en nuestros usos y costumbres sí que solemos levantar muros para que desaparezcan las palabras, o emitimos palabras para que se derrumben todos los muros. Y también pudiera ocurrir, y creo que sí ocurre, que se emitan palabras que se conviertan en auténticos muros.
En mi acerbo particular tengo que la Palabra es creadora; es el origen de la vida y el diálogo. Lo primero de lo primero es aquello de «Y dijo Dios…» De ahí venimos todo lo que existe, de una palabra originante. Fue el primer puente de la historia, que según se establecía hacía salir de la nada la orilla de enfrente. Desde entonces sólo dialógicamente tiene sentido la existencia, toda existencia. Ya no hay compartimentos estancos, todo está relacionado.
Pero también ocurre que cuando alguien de por acá tiene la ocurrencia de “decir algo”, ese su “y fue y dijo…” se convierte, en bastantes ocasiones, en un portazo en las narices de todo el resto de la humanidad: “He dicho” es la rúbrica con que cerramos todo diálogo, cualquier comunicación, la réplica constructiva, la respuesta necesaria…
¿Qué sería, sin embargo, de cualquier ser humano sin la palabra?
Hubo alguien a quien llamaron “buey mudo”. Si lo era o no lo era, ellos, -los antiguos,- sabrán. Pero cuando aquel buey soltaba alguna palabra, todos callaban. Tomás de Aquino tuvo más que palabras, vaya si tuvo.
También ha habido personas que han callado de por vida, ni palabra. Bajo una escalera, a solas consigo mismo, no consta que dijera nada. ¿Qué iba a decir desde semejante lugar? ¡Ah, si San Alejo hubiera dejado algo escrito…!
Otros, por el contrario, bien altos se colocaron. Encima de una columna, en lo alto de un campanario, arriba de un púlpito, en la tribuna de oradores, en fin, bien a la vista de todos, y con voz amplificada. Auténticos picos de oro. Y los demás a escuchar.
Quitar la palabra, dar la palabra, ceder la palabra, es tener poder, es cortesía. Tomar la palabra es ejercer de uno mismo, es entrar en relación. Atender a la palabra, es aceptar al otro, tomarle en consideración. Defender la propia palabra, es paradigma de rebeldía y autoafirmación. Se puede perder todo, renunciar a todo, ser completamente expoliado; la palabra, sin embargo, es derecho irrenunciable: “Me queda la palabra…” O el sol, que la sombra del grande ni calienta ni alimenta. Eso pensaría Diógenes dentro de su barril mientras disfrutaba de la vida. Aquí es posible que disientan muchas personas, porque crean que “quien a buen árbol se arrima…”
Luego están las palabras vacías, huecas; las palabras formales, rutinarias; las palabras rituales, necesarias y obligadas; las palabras sabias, las palabras necias; las palabras cálidas, las palabras hirientes; palabras de bendición, palabras de maldición y condena. En fin, todo un mundo de palabras.
Yo quisiera estar por las palabras, a favor de todas ellas, pequeñas y grandes, altas y bajas, sonoras y delicadas, de todos los colores y en todos los idiomas. Pero en medio de tantas palabras, ¡qué difícil es a veces encontrar el tesoro oculto de la Palabra!
Pero cuando se consigue dar con ese brillante escondido, ¡ah, entonces! Entonces sí que me sale de dentro el canto, y con Violeta voy y me atrevo a decir:
Gracias a la vida que me ha dado tanto.
Me ha dado el sonido y el abedecedario.
Con él las palabras que pienso y declaro:
Madre amigo hermano y luz alumbrando,
La ruta del alma del que estoy amando.
Preciosas palabras. Besos.
ResponderEliminar