Enterrando la sardina


Propiamente nunca he vivido los carnavales. De pequeño, porque entonces estaban prohibidos. De mayor, porque no les encuentro sustancia.
Según me contó mi madre, antes de la incivil reyerta, en su pueblo durante estos días que preceden a la cuaresma la gente se volvía como loca, haciendo todo cuanto no podía hacer durante el resto del año. De esa manera celebraban lo que es inmemorial en la historia de la humanidad: la fiesta de invierno (Saturnalia), las celebraciones dionisíacas griegas y romanas (Bacanales), las fiestas andinas prehispánicas y las culturas afroamericanas. El tiempo de carnestolendas ofrecía unas mascaradas rituales de raíz pagana y un lapso de permisividad que se oponía a la represión de la sexualidad y a la severa formalidad litúrgica de la Cuaresma. El desfogue libertino, que no libertario, permitía adentrarse en el tiempo de penitencia, que por entonces era obligatorio, ayuno y abstinencia. Abstinencia para todos, ayuno desde los 14 hasta los 62 años, salvo enfermedad o circunstancias similares.
Después de todo aquello, parece ser que se tomó la decisión desde el gobierno de prohibir tamaños desatinos, con la pretensión de que quien evita la ocasión, evita el pecado. Así que todos y todas fuimos encarrilados hacia la santidad por orden de la autoridad competente. Civil y religiosa, por supuesto.
La democracia ya me pilló crecidito y con pocas ganas de vestirme de indio, que para hacerlo no necesito disfraces. Y eso que se me ofrecen todo tipo de facilidades. Pero, ¡qué voy a decir! ¡Si hasta puede incluso que me subvencionen!
Así pues, en estos días los niños y niñas gozan de unos días sin colegio, con grave quebranto para muchos padres, que no saben cómo ingeniárselas para conjugar trabajo y prole. Los ayuntamientos se hartan de organizar eventos varios, para solaz del populacho tanto y tanto reprimido. Y asociaciones y grupos culturales emulan a las chirigotas de Cádiz o, y si pueden, al carnaval de Río de Janeiro.
Es posible que, como dice Dolores Aleixandre, la gente necesite algún tipo de añadido a su vida para ponerse a tono. Ella, que sabe mucho, dice que ya en la Biblia se explica: «Como la Biblia da para todo, ya un profeta del s.VI a.C. reconocía, sin cortarse un pelo, que veía muchachos cansados, fatigados, tropezando y cayéndose, mientras que otros en cambio “renovaban sus fuerzas, echaban alas como las águilas, corrían sin cansarse y marchaban sin fatigarse” (Is 40,31). Estaban dopados, no cabe duda, pero con una sustancia no tóxica que Isaías llama confianza y que les aumentaba la capacidad de rendimiento dándoles ventaja sobre otros corredores.»
Hoy parece que los carnavales son estrictamente necesarios para que volvamos al trabajo en condiciones óptimas de producir al máximo; que los estudiantes no se estresen de tanto asistir a clase y estudiar en los libros de texto; que los empresarios del ramo de las actividades lúdicas, de ocio y tiempo libre aligeren sus stocks de productos divertidos, de pega y broma, de telas imposibles, al tiempo que nos suministren bebidas de los más diversos volúmenes de alcohol, porque sin bebida no hay alegría. ¡Ah!, y se me olvidaba: que también los alcaldes y concejales tienen algo que ganar, concediendo ayudas y dando facilidades, que eso luego se nota en los elecciones, está claro.
Yo, particularmente, tengo otras necesidades, y me las satisfago como buenamente puedo. En esto también coincido con Dolores, al menos tal como se explica:
«A mí me ha salido una larga lista: el primer café de la mañana;  ver amanecer y disfrutar de ese momento de  silencio mágico (y eso que todavía estoy haciendo el duelo por la ausencia de Gomaespuma que me ponía las pilas para el día entero).  Luego, abrir la Palabra y dejarla hacer su camino, siempre sorprendente, nunca idéntico a otro.»
A la larga lista que ella pone a continuación en su escrito, yo añado mi paseo matutino con Berto, Moly y Gumi, el baño a la hora que sea, la lista de la compra, el rato de cocina y fregadero, la siesta con Berto sobre mis rodillas… en fin, ver también atardecer. Y seguiría, pero basta con esto.
Resumiento, que no me gustan los carnavales, que me da pena ver a gente haciendo el indio por la calle, y que no los veo necesarios, aunque sean de tradición rescatada. Para estos cestos, no hacían falta aquellas mimbres.
Y ya puestos a poner las cosas en letras mayúsculas, la Cuaresma tampoco es el coco que nos hacían vivir en otros tiempos. Otra cosa sería si nos hicieran ayunar como el Islam, de sol a sol. ¡Qué sería de nosotros, pobres miserables!

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