Tu nombre me sabe a hierba. Mejor, tu nombre eres tú


Casi sin darme cuenta, soy un chiflado de los nombres. Nombres para nombrar cosas, animales y personas. Es importante el nombre con el que identificamos e individualizamos todo aquello con lo que nos relacionamos. Incluso cuando me dirijo a mí mismo, siempre lo hago con mi nombre: Mira, Miguel Ángel, me digo por ejemplo, has estado muy brusco, piénsatelo.
Llevo algún tiempo intentando escribir algo sobre esto, pero alguien con mejor estilo, más sensibilidad y desde luego bastante más sabio que yo, lo acaba de hacer. Aquí está: José Arregui. De modo que no me atrevo ni siquiera a intentarlo.
¿Qué nombre habéis escogido para vuestra hija? es una pregunta que me toca hacer con alguna frecuencia. Percibo que lo hago de manera casi rutinaria, y que me contestan también del modo reglamentario. Y sin embargo poner el nombre a alguien es mucho más que cumplir un rito o fichar y registrar una vida nueva; es casi como darle la existencia, más incluso que sólo reconocerle. «El hombre puso nombre a los animales» dice el primer libro de la Biblia, el Génesis, como diciendo que el hombre también es creador, y al nombrar a la hiena, la saca de la inexistencia para entregarle el ser. «Y Yahvéh Dios formó del suelo todos los animales del campo y todas las aves del cielo y los llevó ante el hombre para ver cómo los llamaba, y para que cada ser viviente tuviese el nombre que el hombre le diera» (Gen 2, 18). Adán puso nombre a Eva después de que Yahweh se lo pusiera a Adán. Adán y Eva nombraron a sus hijos, Caín y Abel; y así sucesivamente hemos ido deviniendo todos los que formamos esta calamitosa humanidad, poniéndonos nombre, identificándonos, distinguiéndonos, relacionándonos.
Porque el nombre hace todo eso y mucho más. Los antiguos lo sabían, y elegían nombres con sentido. Por el nombre definían a la persona, la predestinaban, la situaban cara a su futuro. No es que el nombre fuera a determinar lo que habría de ser la persona nominada, de modo que si no llegara a cumplir las expectativas habría fracasado en su destino. Sino que al nombrarla de una u otra determinada manera es como si se le ofreciera un encuadre vital dentro del cual pudiera ejercer su libertad y al mismo tiempo satisfacer los deseos de quien le denomina.
Nombres hay que significan por sí mismos:
Alberto, que brilla por su nobleza
Bernardo, audaz como un oso
Cleopatra, la que es gloria de su patria
Diego, que es muy instruido
Elvira, la señora princesa
Felipe, que es amigo de los caballos
Gloria, invocación a Dios
Héctor, que protege
Isabel, que ama a Dios
Jesús, salvador
Karina, la muy amada
Luis, el guerrero
María, la amada de Dios
Miguel, quién como Dios
Nicanor, el conquistador
Obdulia, la servidora de Dios
Pablo, el menor
Quintina, la hija nacida en quinto lugar
Ramón, el protector
Samuel, al que Dios oye
Teresa, la cazadora divina
Ubaldo, el inteligente
Viviana, la pequeña
Wilson, resuelto a la defensa
Ximena, la que escucha
Yasmín, bella como un jazmín
Zoilo, el que está lleno de vida
Hay también nombres que significan por quienes los llevaron antes. De esta manera mis mayores imponían siempre junto al nombre elegido alguno sacado del santoral del día; era como poner bajo su protección, indicar un modelo ejemplar, definir de alguna manera el futuro campo de acción del nominado. Así se han perpetuado nombres que hoy rechiscan por antiguos, raros o imposibles de pronunciar: Produberto, Almaquio, Concordio, Taciana, Sátiro, Zótico, Rogato, Tigrio, Eutropio, Aelrecto, Servideo, Hermilo, Estratónico, Eufrasio, Macrina, Prisco, Engelmaro, Torsicia, Macario, Miqueas, Habacuc, Efigio… Y, por no buscar más lejos, algunos santos de hoy, como  Alejandro, Néstor, Diodoro, Papías, Claudiano, Flaviano, Auspicio, Agrícola, Arnoldo y Porfirio, según la hoja del taco.
Y hay nombres que simplemente "suenan" o tienen "sabor", como le ocurre a Serrat con la hierba de sus campos familiares; o encajan  como un guante dentro del ambiente kirch en que se usan, como pudiera ser con nombres como Hortensia, Dulce o Narciso.
Luego está lo de conservar el nombre de una saga, de forma que el mismo nombre cambia de persona con un dígito añadido, indicando el orden sucesorio. En mi familia, Marceliano ya llega al ordinal IV.
A veces ocurre que a alguno de los progenitores les sucedió en las cercanías del parto alguna circunstancia extraña que se convierte -por su capricho- en el nombre de pila del retoño: Sorpresa, Gatillazo, República, Sambenito…
Mención aparte y sin más comentarios: las series televisivas y los personajillos de la farándula. Son también un buen filón de donde salen algunos de los nombres que, como en oleadas, nos asaltan con alguna frecuencia.
Sea como sea, resulta altamente honroso tener la suerte de decidir cómo se ha de llamar algún ser vivo. Aunque no te unan a él lazos de sangre, por ese mismo hecho pasa a ser parte de ti mismo, es como si lo hubieras parido. Unidos en su origen, estáis llamados a tener un destino común.

1 comentario:

  1. Qué historias, Míguel. La verdad es que es una responsabilidad la asignación de nombre a una criatura. Cuando me tocó hacerlo iba haciendo una lista de nombres de niño y de niña; cuando supe que sería niña me concentré y, finalmente, decidí/mos que sería un nombre que en el entorno familiar y social no hubiera otro, para que cuando se la nombrara no hubiera que decir "fulanita, la hija de..." o "fulanita la hija, o la madre o la nieta...". Una manera de hacerla más "única", no repetida. Bueno, también tenía que ser un nombre que no fuera propenso a chistes fáciles, ni a diminutivos cursis, ni a burlas crueles; que fuera lo mas castellano posible, por aquello de los orígenes -en este caso los míos-. En fin, todo un trabajo de campo bien concienzudo, al fin y al cabo tuve casi nueve meses para pensarlo.

    Ahí te dejo mi experiencia y mi aportación al tema del día...

    Besos

    ResponderEliminar