Hoy hemos tenido nuestra habitual lectura quincenal de “Jesús. Aproximación histórica”, de José Antonio Pagola. Y nos tocaba el apartado “Dios es compasivo” del Capítulo 5, Poeta de la compasión.
El autor termina así el capítulo anterior:
“Los que escuchan a Jesús se ven obligados a reaccionar. ¿Será verdad que el reino de Dios es un tesoro oculto que escapa a sus ojos? ¿Será cierto que no es una imposición de Dios, sino pura y simplemente un «tesoro»? Todos estaban convencidos de su valor: lo esperaban y lo pedían a Dios como el bien supremo. Ahora Jesús les dice: ¡Os lo podéis encontrar ya! ¿Habrá que estar abiertos a la sorpresa? ¿Será el reino de Dios algo inesperado que tal vez presentimos y anhelamos, pero cuya bondad y belleza somos incapaces de sospechar? De ser así, sería el colmo de la felicidad, la alegría total que relativiza todo lo demás. Nunca el labrador ha visto un tesoro así; nunca el mercader ha tenido en sus manos una perla tan preciosa. ¿Será así el reino de Dios? ¿Encontrar lo esencial, tener la inmensa fortuna de hallar todo lo que el ser humano puede pedir y desear?
Según Jesús, el reino de Dios es una oportunidad que nadie ha de dejar pasar. Hay que arriesgar lo que haga falta con tal de acogerlo. Todo lo demás es secundario, todo ha de quedar subordinado. ¿Tendrá razón Jesús? La decisión ha de ser inmediata y radical, pero ¿de qué está hablando Jesús? ¿Dónde se oculta ese «tesoro» que él ha descubierto? ¿Dónde está germinando el «grano de mostaza»? ¿Dónde se puede apreciar la primavera? ¿En qué consiste esa fuerza salvadora de Dios que está ya transformando secretamente la vida?”
Y comienza éste de esta manera:
“Jesús trató de responder a estas preguntas con las parábolas más bellas y conmovedoras que salieron nunca de sus labios. Sin duda las trabajó largamente en su corazón. Todas ellas invitan a intuir la increíble misericordia de Dios. La más cautivadora es la del padre bueno.”
Y a continuación relata la parábola del Padre bueno, o del Hijo pródigo, o del Hermano mayor intolerante. Que todos estos títulos pueden valer:
“Un padre tenía dos hijos; y el menor de ellos dijo al padre: «Padre, dame la parte de la hacienda que me corresponde». Y él les repartió la hacienda. Pocos días después, el hijo menor lo reunió todo y se marchó a un país lejano, donde malgastó su hacienda viviendo como un libertino.
“Cuando hubo gastado todo, sobrevino un hambre extrema en aquel país, y comenzó a pasar necesidad. Entonces fue y se ajustó con uno de los ciudadanos de aquel país, que le envió a sus fincas a apacentar puercos. Y deseaba llenar su vientre con las algarrobas que comían los puercos, pero nadie se las daba. y entrando en sí mismo dijo: «¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia, mientras yo aquí me muero de hambre! Me levantaré e iré a mi padre, y le diré: "Padre, pequé contra el cielo y ante ti. Ya no merezco ser llamado hijo tuyo, trátame como a uno de tus jornaleros"». Y, levantándose, partió hacia su padre.
“Estando él todavía lejos, le vio su padre y, conmovido, corrió, se echó a su cuello y le besó efusivamente. El hijo le dijo: «Padre, pequé contra el cielo y ante ti: ya no merezco ser llamado hijo tuyo». Pero el padre dijo a sus siervos: «Traed aprisa el mejor vestido y vestidle, ponedle un anillo en su mano y unas sandalias en los pies. Traed el novillo cebado, matadlo, y comamos y celebremos una fiesta, porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido y ha sido hallado». Y comenzaron la fiesta.
“Su hijo mayor estaba en el campo y, al volver, cuando se acercó a la casa, oyó la música y las danzas; y llamando a uno de los criados le preguntó qué era aquello. Él le dijo: «Ha vuelto tu hermano y tu padre ha matado el novillo cebado, porque lo ha recobrado sano». Él se irritó y no quería entrar. Salió su padre, y le suplicaba. Pero él replicó a su padre: «Hace tantos años que te sirvo, y jamás dejé de cumplir una orden tuya, pero nunca me has dado un cabrito para tener una fiesta con mis amigos; y ¡ahora que ha venido ese hijo tuyo, que ha devorado tu hacienda con prostitutas, has matado para él el novillo cebado!».
“Pero él le dijo: «Hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo; pero convenía celebrar una fiesta y alegrarse, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido y ha sido hallado» (Lucas 15,11-32)
Y realiza un comentario sugerente, pedagógico, aleccionador, entrañable, de Dios como un padre que supera todo cálculo que pudiéramos imaginar. Y concluye Pagola este apartado diciendo:
"¿Es posible que Dios sea así? ¿Como un padre que no se guarda para sí su herencia, que respeta totalmente el comportamiento de sus hijos, que no anda obsesionado por su moralidad y que, rompiendo las reglas convencionales de lo justo y correcto, busca para ellos una vida digna y dichosa? ¿Será esta la mejor metáfora de Dios: un padre acogiendo con los brazos abiertos a los que andan «perdidos» fuera de casa, y suplicando a cuantos lo contemplan y le escuchan que acojan con compasión a todos? La parábola significa una verdadera «revolución» ¿Será esto el reino de Dios? ¿Un Padre que mira a sus criaturas con amor increíble y busca conducir la historia humana hacia una fiesta final donde se celebre la vida, el perdón y la liberación definitiva de todo lo que esclaviza y degrada al ser humano? Jesús habla de un banquete espléndido para todos, habla de música y de danzas, de hombres perdidos que desatan la ternura de su padre, de hermanos llamados a perdonarse ¿Será esta la buena noticia de Dios?"
A partir de la lectura, surgió un diálogo largo y enriquecedor, en el que flotó en todo momento un sentimiento de perplejidad mezclado de cierta culpabilidad, y desbordante consuelo: el Dios que destila esta parábola, según el comentario de Pagola, no cabe en nuestras pequeñas cabezas, porque tenemos tan asentada la idea de justicia, de autoridad y de honor familiar, que estamos tentados de dar la razón al hermano mayor, que se enfadó contra la debilidad del padre y se mostró en todo momento irritado con su hermano pequeño.
A esta hora de la noche, ya solo en mi habitáculo, abro el libro de Karl Rahner, “Oraciones de vida”(1), y me encuentro con esto, que me pongo a orar, y que al mismo tiempo os ofrezco:
ANTE DIOS
Dios Todopoderoso y Santo, a ti quiero ir y a ti orar. Quiero confesarte a ti, Padre, Hijo y Espíritu Santo; quiero alabarte, bendecirte, adorarte. Quiero darte gracias por tu inmensa gloria.
¿Qué puedo decirte a ti, Dios mío? ¿Debo rebuscar todas las palabras que ensalzan tu santo Nombre, debo darte todos los nombres de esta tierra a ti, el Innominado? ¿Debo llamarte Dios de mi vida, sentido de mi vida, meta de mis caminos, patria de mi soledad, a ti que eres mi dicha más secreta? ¿Debo decir: Creador, Conservador, Santificador, Cercano, Lejano, incomprensible, Dios de las flores y de las estrellas, Dios de la brisa y de las batallas terribles, Sabiduría, Poder, Fidelidad y Sinceridad, Eternidad e Inmensidad, a ti, que eres misericordioso, justo, amor?
¿Qué puedo decirte, ¡oh Dios mío!» ¿Debo quejarme ante ti porque estás tan lejos de mí, porque tu silencio es tan inquietante y prolongado, porque Tú eres demasiado indulgente conmigo y porque tus caminos, Señor, por los que tenemos que ir necesariamente —no Tú— son tan incomprensiblemente confusos e imprevisibles? Pero, ¿cómo quejarme de tu lejanía, cuando tu proximidad es igualmente inquietante; de tu indulgencia, cuando en ella sustento mi vida pecadora; de la incomprensibilidad de tus caminos, cuando en realidad el desorden procede de mi mala y rebelde voluntad?
¿Qué decirte, oh Dios mío? ¿Debo consagrarme a ti? ¿Debo decir que te pertenezco con todo lo que soy y tengo? ¡Oh Dios mío!, ¿cómo puedo entregarme a ti, si tu gracia no me acepta? ¿Ponerme a tu servicio, si Tú no me llamas? Te doy gracias porque me has llamado. No obstante, tu servicio me resulta difícil. Pero mi corazón cobarde y abatido debe callar y no quejarse de tu servicio. Mi boca debe mentir contra mi corazón —que se quiere rebelar—, pues entonces es cuando dice tu verdad, que es más importante que la mía: Oh, sí, Señor, tu servicio es bueno, tu yugo ligero y tu carga suave. Te doy gracias por todo lo que Tú has querido de mí en mi vida. Bendito seas por el tiempo en que nací. Alabado por mis buenas horas y mis días amargos. Bendito seas por todo lo que me has negado. Señor, no despidas jamás de tu servicio a tu siervo rebelde y perezoso. Tú tienes poder sobre mi corazón. Tú tienes poder sobre mí mismo en aquella profundidad donde sólo yo puedo disponer de mí y de mi destino eterno. Tu gracia es la gracia de eterno poder. Dios sabio, misericordioso, amoroso: no me rechaces lejos de tu rostro. Consérvame en tu servicio todos los días de mi vida. Pídeme lo que quieras, pero dame lo que pidas. Aunque yo me canse en tu servicio, Tú no te cansas en tu paciencia conmigo. Tú vienes en mi ayuda, Tú me das la fuerza de comenzar siempre de nuevo, de esperar contra toda esperanza, de creer en la victoria, en tu victoria en mí en todas las derrotas, que son las mías. ¿Qué debo decirte, Dios mío, sino que soy un pecador? Pero esto lo sabes Tú mejor que yo, y yo no lo creería ni lo reconocería si tu Palabra no se alzase contra mí. Señor, no te apartes de mí, porque soy un hombre pecador. ¿No es mejor esto que decir lo contrario? ¿En dónde podría yo refugiarme con mi debilidad, con mi dejadez, con mis ambigüedades e inseguridades aun en lo mejor que tengo, sino en ti, Dios de los pecadores, Dios de los pecadores comunes, cotidianos, cobardes, corrientes ¡Oh Dios!, mi pecado no es grandioso, es tan cotidiano, tan común tan corriente que incluso puede pasar inadvertido. Naturalmente sólo en el caso de que no se fije en ti, el Santo por excelencia, y se olvide de que Tú deseas poseer con amor celoso nuestro corazón entero, indiviso, ardiente y dispuesto a todo. ¡Oh Dios!, ¿a dónde podría yo huir? Los grandes pecadores podrían saciarse tal vez durante algún tiempo en la grandeza demoníaca de su pecado. Pero qué hastío suscita mi miseria, mi apatía, la horrible mediocridad de mi «buena conciencia». Sólo Tú puedes soportar tal corazón, sólo Tú tienes aún para mí un amor paciente. Sólo Tú eres más grande que mi pobre corazón (1 Jn3, 20). ¡Dios de los pecadores, oh Dios de los tibios, de los perezosos, ten misericordia de mí!
Mira, oh Dios, me presento ante tu rostro: Dios santo, Dios justo, Dios que eres la Verdad, la Fidelidad, la Sinceridad, la Justicia, la Bondad. Cuando vengo a tu presencia, debo postrarme en tierra ante ti como Moisés y hablarte como Pedro: «Apártate de mí, que soy un hombre pecador» (Le 5, 8). Lo sé, sólo puedo una cosa: Ten compasión de mí. Estoy necesitado de tu misericordia, pues soy un pecador. Soy indigno de tu misericordia, pues soy un pecador. Pero tengo un deseo humilde de tu misericordia gratuita, pues no soy un perdido, sino un hombre de esta tierra, que siente todavía añoranza por los cielos de tu bondad, que con lágrimas de alegría acepta gustoso y humilde el inefable regalo de tu misericordia. Mírame, Señor, mira mi miseria. ¿A quién podría huir sino a ti? ¿Cómo podría soportarme si no supiera que Tú me soportas, si no tuviera la experiencia de que Tú eres bueno conmigo? Mira mi miseria; mira a tu siervo, el perezoso, el rebelde, el superficial. Mira mi mezquino corazón: sólo te da lo más necesario, no quiere derrocharse en tu amor. Mira mis oraciones: con qué desgana y mal humor te son tributadas. Y la mayor parte de las veces mi corazón se alegra cuando de hablar contigo puede pasar a otra cosa. Mira mi trabajo: es bueno y malo, forzado por la obligación de cada día, raras veces inspirado por el amor fiel a ti. Escucha mis palabras: rara vez son palabras de bondad y de amor desinteresado. Mira, ¡oh Dios!: Tú no ves un gran pecador, sólo uno pequeño. Sólo uno en quien hasta los pecados son pequeños, mezquinos, corrientes, cuyo corazón y voluntad, sentido y fuerza son, bajo todos los aspectos, pequeños, incluso en sus malas obras. Pero ¡oh Dios mío!, cuando lo pienso bien, siento un profundo espanto: esto que he tenido que confesar de mí, ¿no es precisamente la característica de los tibios? ¿Y no nos has dicho Tú que prefieres el frío al tibio? (Apoc 3, 16). ¿No es mi mediocridad una máscara tras la cual se oculta lo peor para que así permanezca inadvertido el corazón cobarde y egoísta, el corazón perezoso e insensible, el corazón que no conoce la magnanimidad y la anchura?
Ten compasión de mi pobre corazón, Tú, Dios de la magnanimidad, Dios del amor, Dios del feliz derroche. Concede a este pobre corazón marchito tu Santo Espíritu para que lo transforme. Arda tu Espíritu en mi corazón muerto y suscite en mí el temor ante tu juicio: ¡si al menos despertara! Que lo llene de temor y de temblor: ¡si al menos sacudiera la rigidez cadavérica de los desesperados y de los resignados! Hazlo un corazón humilde y contrito: ¡si al menos se llenara del anhelo de tu santidad y de la confianza en el poder absoluto de tu gracia! Que tu Espíritu Santo visite mi corazón con el santo arrepentimiento, que es el principio de la vida divina. Que lo visite con la confianza en la fuerza invencible de tu asistencia, que hace los corazones animosos y prontos, alegres y valerosos en tu servicio. Sólo si Tú me concedes tu gracia podré experimentar que estoy necesitado de ella. Sólo el regalo de tu misericordia me hace reconocer y confesar que soy un pobre pecador. Sólo tu amor me da el ánimo de odiarme sin desesperarme.
Tú te has compadecido de mí, Dios Santo. Tu Hijo ha entregado su cuerpo por mí. Por eso puedo invocar tu misericordia. El ha gustado la muerte, que es salario del pecado (Rom 6, 23). Por eso no tengo que desesperarme en las pecaminosas tinieblas de mi vida. Adoro el misterio que anuncia la muerte de Cristo hasta que vuelva. Por eso puedo estar seguro, cuando la debilidad de la carne o del pecado parecen aplastarme. Por el Crucificado todo ha cambiado: las tinieblas en luz, la muerte en vida, la soledad vacía en proximidad llena, la debilidad en fuerza. Por el Sacramento en el que el Crucificado y resucitado cobra existencia para mí, yo te suplico, Padre eterno, yo, el pobre pecador, a ti, el Padre de las misericordias y Dios de todo consuelo: Ten piedad de mí, ¡oh Dios!, según tu gran misericordia. Y mi pobre corazón contrito cantará eternamente tu bondad. Amén.
(1) Rahner, Karl. Oraciones de la vida. Publicaciones Claretianas, 1986. Madrid. Págs. 17-21
¡¡Qué hermosa catequesis!!... ¿sabes?, ya he comenzado a leer el libro de Pagola de Jesús, que está genial, como siempre. Me lo pude desacargar gratuitamente en pdf yendo al siguiente enlace : http://www.sancarlosborromeo.org/docs/Libro_Pagola.pdf
ResponderEliminarLa oración la tengo que releer esta noche muy despacio. Un abrazo.