Junto a la ermita de San Isidro, de Valladolid, se fue formando un poblado chabolista habitado en su integridad por personas de etnia gitana. No sé en qué año empezaría a ocuparse aquella alejada gravera a las afueras de la ciudad. Cuando yo la conocí, algunos compañeros del seminario se acercaban los domingos a ayudar a Mariano, el cura que atendía en lo que podía a sus moradores.
La penosa situación de aquel enclave, y el futuro desarrollo urbanístico de toda la zona, forzó al ayuntamiento a buscar soluciones. Y las encontró. El resultado fue la construcción de un barrio entero, conocido como el Barrio de la Esperanza. Yo tuve la oportunidad de conocer lo que constituiría su centro social, antes de ser inaugurado. Me pareció completo, y por supuesto reluciente. Alguien había echado el resto, aunque no sé de dónde habrían salido los dineros. Además de escuela y centro médico, estaba dotado de dependencias para actividades de desarrollo social y una vivienda para quienes llevaran la gestión.
Ignoro cómo se hizo la elección y posible designación. Lo que sí sé es que un grupo de cinco religiosas se instalaron en aquella pequeña vivienda, y desde el principio fueron el alma animadora de aquella nueva realidad, aunque vieja o aviejada por el origen de exclusión y marginación que arrastraba.
Entre ellas y los cercanos salesianos de la parroquia de Pajarillos Altos hicieron a lo largo de los años lo que buenamente pudieron por atender a la población del nuevo Barrio de La Esperanza, para mantener la esperanza de que lo gitano podía estar integrado con las debidas condiciones de igualdad, oportunidad y humanidad en una población paya. Tengo para mí que nadie ha hecho la necesaria contabilidad para sacar una conclusión razonable, y aquello resultó un fiasco que requirió resolverse de manera drástica.
El reluciente conjunto de viviendas envejeció en tan breve tiempo, que más pareció que por allí pasó un ciclón de los que no suele haber por estas tierras. Y al tiempo que las casas de ajaban, la población se multiplicaba en progresión exponencial.
La solución vino por el reparto nada equitativo de las familias que lo constituían por los múltiples barrios nuevos de la ciudad, produciendo una dispersión poco racional y alterando la convivencia natural allá dónde se les envió. ¡Allá pelines…!
Las cinco religiosas cambiaron de domicilio pero sin alejarse, porque habían ya quemado sus galeras y se habían hecho carne de aquella carne. Aurora era una de ellas. Llegó al principio, justo cuando se jubiló de la enseñanza, a la que había dedicado toda su vida activa laboral. A partir de entonces continuó activa, ya no en las aulas, sino en las calles y en las casas. “Gitana”, la llamaban cariñosamente sus compañeras de congregación religiosa, porque le gustaba lucir pendientes y ropajes llamativos. “Gitana” seguro que también le decían aquellas personas que atendía, escuchaba, acompañaba, aconsejaba, enseñaba… recibía. En gitana se convirtió a fuerza de pensar como tal.
Pasó el tiempo, y con la edad su naturaleza se fue quebrando. No podía seguir en donde estaba, no había condiciones. Pasó a la casa provincial, nombre con el que se conoce la residencia de las personas que, como ella, ya lo han dado todo y están ahí, esperando.
Aurora ha dejado de esperar. Ayer domingo celebramos sus funerales. La capilla semillena, o semivacía, según se mire. Ochentaiséis años son muchos, y algunas antiguas alumnas, ciertas colaboradoras y las ni muchas ni pocas compañeras de instituto religioso ocupaban los bancos centrales de aquella inmensa iglesia. Cuatro celebrantes. Un oficio ni bien, ni mal. En la despedida la superiora la recordó como “Gitana”. Juanjo, el salesiano, echó en falta allí la guitarra, el traje de faralaes y alguna pandereta. Y recordó a Aurora recorriendo las calles del barrio y entrando en las casas, incansable.
Terminamos el oficio religioso. Eché de menos a alguna persona a título personal o en representación de aquel amplio colectivo al que dedicó, si hago cuentas… me salen, casi veinte años. O no estaban, o se habían integrado de tal manera que se habían hecho invisibles.
Quien sí estuvo siempre bien visible para Aurora fui yo. Pocas veces coincidimos, pero ella nunca lo olvidó; y cada vez que nos encontrábamos me recordaba cosas, me sonreía y me agradecía cualquier pequeño detalle que yo ya ni recordaba.
Lo dicho: Aurora ya no tiene nada que esperar; ha encontrado por fin lo que siempre estuvo buscando.
http://www.youtube.com/watch?v=iCFGbh6m4-M
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ResponderEliminarSupongo que Aurora no esperó nada a cambio de lo que dio e hizo por la gente a la que amó. Buen ejemplo de vida y grato recuerdo para quienes la conocisteis ¿no?.
ResponderEliminarBesos
¡Qué buena gente hay por el mundo! Y encima suelen ser silenciosos y discretos, haciendo el bien sin airear. Me encana eso de que llevara pendientes y ropa llamativa. Ya ves me había imaginado una monja de tocas. Ya no me acordaba de que había otra clase de monjas. Yo conocí a unas en un barrio muy deprimido y eran también de este tipo, ejemplares en su trabajo y en su entrega. Siento tu pérdida, pero supongo que ella estará donde tú dices. Quiero pensarlo, y sobre todo, se habrá ido con la dignidad de una persona que lo ha hecho todo por los demás.
ResponderEliminarUn angel se ha ido al cielo. Recuerdo con cariño a los salesianos con los que compartía campamento, a las monjas de mi guarderia, no del colegio, que nos tenian como muy mimaditos, qué mujeres, por Dios! y nunca mejor dicho
ResponderEliminarSaludos,
Gracias a la cuatro, emejota, Julia, Clares y felicitat por vuestras palabras. Aurora os lo agradecería, como era su costumbre. Estoy seguro que ahora os está sonriendo.
ResponderEliminarBesos