Sólo puedo deciros que soy metálica, que se me descompone en piezas que se sujetan con tornillos, y que me debieron fabricar en algún lugar del Principado de Asturias. Que fui diseñada para ocupar algún rincón en obras y similares, y servir de almacén, o de vestuario, o de retrete, o qué sé yo qué otras ocupaciones se podrían imaginar. Pero que jamás he pisado una obra. Sólo he sido instalada en verdes prados y bajo sombras gratificantes. Que no ha entrado en mí cemento, herramientas o planos de constructoras. Que tampoco ha caído sobre mí nieve en invierno, heladas de primavera ni hojas otoñales. Mi tiempo ha sido el verano.
Vayamos por pasos.
Fui encargada por una gentecilla muy animosa allá por 1981, que se fiaron de un boceto más que plano, de lo que sobre mí alguien había ideado. Corría mucha prisa, que la gentecilla tenía fecha fijada para comenzar su actividad de no sé qué.
A prisa y corriendo me hilvanaron como pudieron, con remaches, que es más rápido, y luego colocaron tornillos por aquí y por allá, para dar el pego, digo yo, pero a ellos, a la gentecilla, les hicieron la pascua.
Total, que lo que de mí recibió la gentecilla aquella fueron cuatro monstruosas piezas de chapa galvanizada que para moverlas hacía falta estar bien comidos y bebidos, y hasta una pizca beodos. Se reventaron los pobres para subirme a la camioneta, para luego bajarme de ella, y para intentar adivinar cómo enjaretar las bestiales piezas en que me encontraba dividida. Eso sin contar las ocho chapas del tejado, las cerchas, los frontales y la cumbre, que remataba el conjunto dándole armonioso empaque.
Aquella mañana nos despabiló el sol abrasándoles a ellos las manos al tocarme, y a mí calentándome hasta más allá de lo que una caseta de chapa puede aguantar. Me movieron como pudieron, me desplazaron tirando de mí hasta extenuarse y con sudor y mucho discurrir al fin me ordenaron y ajustaron bajo una sombra; así quedé fijada en un lugar paradisíaco, entre los chopos del prado de la señora de los gallos, en Sopeña de Curueño, León, España.
Fue la primera vez que me montaron y que serví de utilidad, y lo tengo tan vivo en mi recuerdo, que no puedo sino mostrarlo en fotos.
Vayamos por pasos.
Fui encargada por una gentecilla muy animosa allá por 1981, que se fiaron de un boceto más que plano, de lo que sobre mí alguien había ideado. Corría mucha prisa, que la gentecilla tenía fecha fijada para comenzar su actividad de no sé qué.
A prisa y corriendo me hilvanaron como pudieron, con remaches, que es más rápido, y luego colocaron tornillos por aquí y por allá, para dar el pego, digo yo, pero a ellos, a la gentecilla, les hicieron la pascua.
Total, que lo que de mí recibió la gentecilla aquella fueron cuatro monstruosas piezas de chapa galvanizada que para moverlas hacía falta estar bien comidos y bebidos, y hasta una pizca beodos. Se reventaron los pobres para subirme a la camioneta, para luego bajarme de ella, y para intentar adivinar cómo enjaretar las bestiales piezas en que me encontraba dividida. Eso sin contar las ocho chapas del tejado, las cerchas, los frontales y la cumbre, que remataba el conjunto dándole armonioso empaque.
Aquella mañana nos despabiló el sol abrasándoles a ellos las manos al tocarme, y a mí calentándome hasta más allá de lo que una caseta de chapa puede aguantar. Me movieron como pudieron, me desplazaron tirando de mí hasta extenuarse y con sudor y mucho discurrir al fin me ordenaron y ajustaron bajo una sombra; así quedé fijada en un lugar paradisíaco, entre los chopos del prado de la señora de los gallos, en Sopeña de Curueño, León, España.
Fue la primera vez que me montaron y que serví de utilidad, y lo tengo tan vivo en mi recuerdo, que no puedo sino mostrarlo en fotos.
Entonces empecé a enterarme de cuál era la tarea que a partir de entonces iba realizar. Aquella gentecilla me quería para que fuera casa y castillo, cocina y hogar, cuartel y refugio, bandera y negocio, atalaya, luz y lumbre. O sea, todo en poco, y nada en uno.
Así pues entró dentro de mí todo lo imaginable. Y serví para cuanto fue necesario.
Apenas probaba un lugar, ya me desmontaban y me llevaban al encerradero. Once largos meses parada, y luego, hala, a trotar, otro mes de campo. Y así una y otra vez, no sé cuántas, ya he perdido la cuenta.
Haciendo un esfuerzo con mi memoria… estuve, luego de Sopeña, en Trefacio, provincia de Zamora; en Vegacervera, provincia de León; en Ventanilla, Palencia.
Vuelvo a las imágenes, que dicen más que las palabras:
Apenas probaba un lugar, ya me desmontaban y me llevaban al encerradero. Once largos meses parada, y luego, hala, a trotar, otro mes de campo. Y así una y otra vez, no sé cuántas, ya he perdido la cuenta.
Haciendo un esfuerzo con mi memoria… estuve, luego de Sopeña, en Trefacio, provincia de Zamora; en Vegacervera, provincia de León; en Ventanilla, Palencia.
Vuelvo a las imágenes, que dicen más que las palabras:
Junto a mí todo aquello discurría sin contar conmigo. Pero vaya si estaba, claro que estaba. Tanto que sin mí no hubieran podido hacer nada. Porque todo lo que hacían, comían, compraban, usaban y tenían, lo contenía yo. Y tras mi puerta con cerradura, guardado y bien guardado.
Pero aquello se acabó. Dio lo que tenía que dar de sí, y simplemente fue muriendo… El último desmontaje fue algo triste. Había salvado de la quema, pero quedó más que claro que ya no se podía volver a las andadas de ir por libre, creyendo que todo el monte es orégano, y resulta que no, que es orgasmo del señor marqués, por supuesto, la máxima autoridad que manda lo que manda, o sea mucho.
Total, que desde 1990, me dejaron aparcada y no volví a ver la luz. Debidamente aseada y colocada me he pasado veinte años de mi vida adormecida, sin saber qué iba a ser de mí y si a alguien podría interesar.
Dejé de escuchar risas de niños, gritos de mayores. Dejé de oler a guisos, a dulce de membrillo con un tropezón de queso, a leche recién ordeñada, a pan de horno rústico. Dejé de ser cobijo en las tormentas, caja de caudales y despensa improvisada. Dejé igualmente de ser el botiquín, la sala de consulta y el cuarto de curas de aquel hospital de campaña bajo el sol. Ya no volví a figurar en ningún programa de trabajo, ni de ocio, ni de disfrute compartido; ni a recorrer distancias cargada en un camión a la ida y a la vuelta, para ser bajada y subida al llegar o al regresar, y otra vez almacenada con cariño y cuidado, que a saber el año próximo qué podrá ocurrir y dónde terminaremos…
Ofertas sí que hubo, demandas, casi ninguna. A nadie le interesaba un armatoste como yo, tan pesado, tan laborioso de montar y desmontar, tan poco práctico frente a edificios relamidos de colonias y usos múltiples, con canchas de tenis y caballos mansos de paseo, con cursos de inglés y aventuras sin cuento en parques y jardines de la costa levantina.
Yo sólo servía para hacer campamentos a lo llano, en praderas de heno sin segar, ríos de curso ilegal y arboledas salvajes por desbrozar. A eso me acostumbraron y otra cosa no probé. Y no estuve mal, mientras se me usó, di la talla con suficiencia más que aprobada.
Ahora me proponen otra cosa, y voy a decir que sí. Que vale, que me lleven, que me monten y que me usen. Volveré a hollar una pradera, con río de aguas vivas justo al lado. Y habrá también un huerto, y un rebaño y perros por doquier y también caballos.
Y volveré a tener qué encerrar y proteger, y me utilizarán de cuarto de los trastos, herramientas, bombas de agua, tomates por madurar y cebollas que orear. Y hasta es posible que me rodeen de árboles crecederos, para que me protejan del sol, me preserven de la lluvia y el granizo, y me hagan invisible, porque soy tan discreta…
Pero aquello se acabó. Dio lo que tenía que dar de sí, y simplemente fue muriendo… El último desmontaje fue algo triste. Había salvado de la quema, pero quedó más que claro que ya no se podía volver a las andadas de ir por libre, creyendo que todo el monte es orégano, y resulta que no, que es orgasmo del señor marqués, por supuesto, la máxima autoridad que manda lo que manda, o sea mucho.
Total, que desde 1990, me dejaron aparcada y no volví a ver la luz. Debidamente aseada y colocada me he pasado veinte años de mi vida adormecida, sin saber qué iba a ser de mí y si a alguien podría interesar.
Dejé de escuchar risas de niños, gritos de mayores. Dejé de oler a guisos, a dulce de membrillo con un tropezón de queso, a leche recién ordeñada, a pan de horno rústico. Dejé de ser cobijo en las tormentas, caja de caudales y despensa improvisada. Dejé igualmente de ser el botiquín, la sala de consulta y el cuarto de curas de aquel hospital de campaña bajo el sol. Ya no volví a figurar en ningún programa de trabajo, ni de ocio, ni de disfrute compartido; ni a recorrer distancias cargada en un camión a la ida y a la vuelta, para ser bajada y subida al llegar o al regresar, y otra vez almacenada con cariño y cuidado, que a saber el año próximo qué podrá ocurrir y dónde terminaremos…
Ofertas sí que hubo, demandas, casi ninguna. A nadie le interesaba un armatoste como yo, tan pesado, tan laborioso de montar y desmontar, tan poco práctico frente a edificios relamidos de colonias y usos múltiples, con canchas de tenis y caballos mansos de paseo, con cursos de inglés y aventuras sin cuento en parques y jardines de la costa levantina.
Yo sólo servía para hacer campamentos a lo llano, en praderas de heno sin segar, ríos de curso ilegal y arboledas salvajes por desbrozar. A eso me acostumbraron y otra cosa no probé. Y no estuve mal, mientras se me usó, di la talla con suficiencia más que aprobada.
Ahora me proponen otra cosa, y voy a decir que sí. Que vale, que me lleven, que me monten y que me usen. Volveré a hollar una pradera, con río de aguas vivas justo al lado. Y habrá también un huerto, y un rebaño y perros por doquier y también caballos.
Y volveré a tener qué encerrar y proteger, y me utilizarán de cuarto de los trastos, herramientas, bombas de agua, tomates por madurar y cebollas que orear. Y hasta es posible que me rodeen de árboles crecederos, para que me protejan del sol, me preserven de la lluvia y el granizo, y me hagan invisible, porque soy tan discreta…
Y me pondrán, seguro, un título en alguna parte, que diga
TRASPALACIOS
Suerte tiene la caseta de no haber trabajado todo el año. Pensandolo bien el verdadero valor de las casetas reside en lo que guardan o protegen. También sirven para echar balones fuera, ......desde algún ventanuco si estuviera llena de dichos balones, digo, para disfrute de niños, mayores y perrillos que sepan perserguirlos. Encantador vídeo el de esta caseta. Un abrazo.
ResponderEliminarNos hemos acordado muchas veces de la COCINA, que lo de caseta suena muy mal.
ResponderEliminarEl domingo pasado estuve con Ima y los peques en Sopeña, La vecilla, Nocedo... ¡Que recuerdos! Hablamos desde la misma campa de la cocina, las mesas, los juegos... de tu hermano y el yoga, de Ernesto el del pueblo... Te puedo asegurar que pasamos todo el día disfrutando tanto como hace treinta años con el añadido de poder hacer partícipes a nuestros hijos de aquellas maravillosas experiencias. Tanto Ima como yo nos sentimos inmensamente orgullosos y agradecidos de haber coincidido en el tiempo con un grupo de gente tan especial. Un saludo cariñoso.
Hola, te he dedicado un poema en el post de Arregui en "el alegre cansancio". Espero que te guste.
ResponderEliminarBeatriz
emejota, tienes razón, fue una suertuda el tiempo que estuvo con nosotros. Siempre rodeada de niñ@s, era ese su único oficio.
ResponderEliminarAhora tampoco va a estar mal, te lo aseguro. De no ser así, no le habríamos consentido irse.
Un abrazo.
javier, pues claro que es La Cocina. La llamo caseta, porque a mucha gente le podría parecer que sonaba raro.
¡Qué buenos recuerdos los que nos dejaron aquellos años! Me alegro que ahora visitéis aquellos lugares en familia.
Una abrazo para todos.
Beatriz, gracias, ya lo he visto. Me gusta mucho.
Muy simple muy sencillo y muy profundo el blog
ResponderEliminarque Dios te bendiga
Carro de Triunfo
Buenos Aires
Argentina
Carro de Triunfo, gracias por visitar este lugar. Si te gusta, vuelve cuando quieras. Y por supuesto, si bendecir es decir bien de alguien, Dios habla también muy bien de ti, lo tengo clarísimo.
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