Es una de mis habilidades. Si de algo sé, es de pelar patatas. Claro que ya tengo en mi bagaje un montón de toneladas y buena parte de mi vida.
La cosa empezaría + ó - por los últimos cincuenta, tal que 58 ó 59; Bujedo, Burgos. Las labores compartidas y repartidas, una semana te podía tocar huerta, otra retretes, otra granja, otra claustros, otra aulas, otra jardines y otra, p.e. cocina. Y cuando entrabas en ésta, siempre había que pelar patatas, porque este abnegado aunque humilde tubérculo entraba en todos los guisos, en ciertos refritos, en algunas salsas e incluso en el pienso de los cerdos, que se zampaban sus peladuras como el más dulzón de los manjares.
En principio la cosa no era complicada. Una mesa larga, una hilera de guajes con mandilón a cada lado, un cuchillo de variado diseño para cada quien (ver imagen inferior) y un montonarro de patatas cuya cima sólo conseguiamos atisvar levantado bien en alto las cabezas.
Pelar patatas no tiene ciencia. Tampoco la requiere. Con tal de que no cortes en un dedo, puedes hacerlo como te venga en gana. Eso sí, no vale dejar "cabras", ni "ojos", ni "verrugas". Tiene que resultar al final un producto refinado, limpio de piel y listo para el siguiente procesado.
Pero si la patata era común, los peladores éramos variados y bien diversos. De modo y manera que unas salían perfectamente lisas y de superficie homogénea, otras en forma poliédrica; alguna tan reducida de tamaño que apenas era reconocible, y la mayoría pasaban la prueba y examen inspector sin pena ni gloria. El resultado final era que una montaña de patatas se había transformado en dos montones de volumen desigual: las peladuras por un lado, el resto por el otro.
Por aquel entonces a nosotros no se nos ocurría pensar en el coeficiente de rendimiento de nuestro trabajo y deber. Se trataba simplemente de cumplir el cometido en el tiempo estipulado. Tanto montón en tanto rato. Y punto. O sea, que nos preocupaba la cantidad, y no tanto la calidad.
Pero a la parte inspectora del asunto sí le preocupaba el dicho coeficiente. Porque aunque todo era aprovechable, los cerdos bien podían conformarse con algo menos, al objeto de que la chiquillería comiese algo más. Por eso insistía, la parte ya dicha inspectora, en recomendarnos cómo coger el cuchillo, cómo agarrar la patata, apercibirnos si éramos diestros o zurdos, indicarnos la posición de los pies, señalarnos la inclinación adecuada de espalda, y aconsejarnos fijar la mirada en lo que estábamos haciendo, que no se nos fuera el santo al cielo.
Así, con el tiempo, llegamos a ser (y servidor uno más entre tantos) expertos peladores de patatas, consumados artistas en separar piel y carne; de tal manera que la mayoría desnudábamos la pieza de un solo corte, dando lugar a unas tiras de piel tan finas que se transparentaban y tan largas que nos servían para competir: la mía es más larga; pero la tuya es muy fina y la mía más gorda…
Fue primero un rumor y luego un aviso oficial: han comprado una máquina de pelar patatas. Llega la semana que viene.
Y en efecto, llegó. Todo el mundo expectante quiso asistir a la puesta en marcha de aquel artefacto que habían traído convenientemente embalado en una cajón de madera y que venía a resolver y realizar una tarea que nos tenía a todos tan ocupados.
La cosa era más o menos redonda, como si fuera un bote de conserva, pero más grande. Bien mirado parecía similar a la hormigonera que usábamos para poner el piso nuevo en el patio, porque tenía un motor, un cable para enchufar y el bote grande que ya he dicho. Pero había otras cosas que no sabíamos qué podían ser, dos a modo de tuberías, una por arriba y otra por abajo.
No tengo foto de entonces, y pongo esta que he encontrado, que para dar una idea es más que suficiente.
Cuando la cosa entró en acción, nos enteramos. La máquina recibía agua por una goma enchufada bien arriba; dentro del bote otro bote giraba y giraba; las patatas se echaban por la boca superior, y por abajo otra goma expulsaba un verrón multicolor y espumoso que había que tirar por el desagüe. Al final, parada la máquina, había que sacar las patatas de su interior una a una, o dos a dos, según.
Las patatas salían preciosas, redonditas, limpias, blancas como la nieve o con un tono amarillo particular, según. Todas suaves, una auténtica hermosura.
Así fue como en mi más tierna adolescencia, o aún era infancia no lo sé, me apercibí de lo que se nos avecinaba; la mecanización del trabajo, la transformación de la sociedad en industrial pura y dura, la llegada del tan ansiado "coser y cantar".
Los que de verdad perdieron fueron los cerdos, que a partir de entonces ya no volvieron a probar las peladuras de patata, unas finas y otras gordas, pero todas con algo de carne que llevarse a sus bocas.
Ahora me guiso patatas + ó - una vez a la semana, según. Carne con patatas, patatas con congrio, acelgas con patatas, patatas guisadas, en fin, lo normal. Nunca fritas, eso seguro. Y en ocasiones, tortilla de patatas, que me chifla.
Como es de suponer, para mí solo una máquina sería una auténtica pasada; con un cuchillo o una navaja me sobra y me basta. Pero algo aprendí desde muy pronto, que había que aprovechar bien las cosas. Por eso, a pesar de mi maestría en el oficio, para pelar patatas tengo un pelador, como este que figura aquí abajo, que lo compré en una ferretería por + ó - cien pesetas, treinta céntimos + ó - de euro, hace también + ó - veinte años.
La cosa empezaría + ó - por los últimos cincuenta, tal que 58 ó 59; Bujedo, Burgos. Las labores compartidas y repartidas, una semana te podía tocar huerta, otra retretes, otra granja, otra claustros, otra aulas, otra jardines y otra, p.e. cocina. Y cuando entrabas en ésta, siempre había que pelar patatas, porque este abnegado aunque humilde tubérculo entraba en todos los guisos, en ciertos refritos, en algunas salsas e incluso en el pienso de los cerdos, que se zampaban sus peladuras como el más dulzón de los manjares.
En principio la cosa no era complicada. Una mesa larga, una hilera de guajes con mandilón a cada lado, un cuchillo de variado diseño para cada quien (ver imagen inferior) y un montonarro de patatas cuya cima sólo conseguiamos atisvar levantado bien en alto las cabezas.
Pelar patatas no tiene ciencia. Tampoco la requiere. Con tal de que no cortes en un dedo, puedes hacerlo como te venga en gana. Eso sí, no vale dejar "cabras", ni "ojos", ni "verrugas". Tiene que resultar al final un producto refinado, limpio de piel y listo para el siguiente procesado.
Pero si la patata era común, los peladores éramos variados y bien diversos. De modo y manera que unas salían perfectamente lisas y de superficie homogénea, otras en forma poliédrica; alguna tan reducida de tamaño que apenas era reconocible, y la mayoría pasaban la prueba y examen inspector sin pena ni gloria. El resultado final era que una montaña de patatas se había transformado en dos montones de volumen desigual: las peladuras por un lado, el resto por el otro.
Por aquel entonces a nosotros no se nos ocurría pensar en el coeficiente de rendimiento de nuestro trabajo y deber. Se trataba simplemente de cumplir el cometido en el tiempo estipulado. Tanto montón en tanto rato. Y punto. O sea, que nos preocupaba la cantidad, y no tanto la calidad.
Pero a la parte inspectora del asunto sí le preocupaba el dicho coeficiente. Porque aunque todo era aprovechable, los cerdos bien podían conformarse con algo menos, al objeto de que la chiquillería comiese algo más. Por eso insistía, la parte ya dicha inspectora, en recomendarnos cómo coger el cuchillo, cómo agarrar la patata, apercibirnos si éramos diestros o zurdos, indicarnos la posición de los pies, señalarnos la inclinación adecuada de espalda, y aconsejarnos fijar la mirada en lo que estábamos haciendo, que no se nos fuera el santo al cielo.
Así, con el tiempo, llegamos a ser (y servidor uno más entre tantos) expertos peladores de patatas, consumados artistas en separar piel y carne; de tal manera que la mayoría desnudábamos la pieza de un solo corte, dando lugar a unas tiras de piel tan finas que se transparentaban y tan largas que nos servían para competir: la mía es más larga; pero la tuya es muy fina y la mía más gorda…
Fue primero un rumor y luego un aviso oficial: han comprado una máquina de pelar patatas. Llega la semana que viene.
Y en efecto, llegó. Todo el mundo expectante quiso asistir a la puesta en marcha de aquel artefacto que habían traído convenientemente embalado en una cajón de madera y que venía a resolver y realizar una tarea que nos tenía a todos tan ocupados.
La cosa era más o menos redonda, como si fuera un bote de conserva, pero más grande. Bien mirado parecía similar a la hormigonera que usábamos para poner el piso nuevo en el patio, porque tenía un motor, un cable para enchufar y el bote grande que ya he dicho. Pero había otras cosas que no sabíamos qué podían ser, dos a modo de tuberías, una por arriba y otra por abajo.
No tengo foto de entonces, y pongo esta que he encontrado, que para dar una idea es más que suficiente.
Cuando la cosa entró en acción, nos enteramos. La máquina recibía agua por una goma enchufada bien arriba; dentro del bote otro bote giraba y giraba; las patatas se echaban por la boca superior, y por abajo otra goma expulsaba un verrón multicolor y espumoso que había que tirar por el desagüe. Al final, parada la máquina, había que sacar las patatas de su interior una a una, o dos a dos, según.
Las patatas salían preciosas, redonditas, limpias, blancas como la nieve o con un tono amarillo particular, según. Todas suaves, una auténtica hermosura.
Así fue como en mi más tierna adolescencia, o aún era infancia no lo sé, me apercibí de lo que se nos avecinaba; la mecanización del trabajo, la transformación de la sociedad en industrial pura y dura, la llegada del tan ansiado "coser y cantar".
Los que de verdad perdieron fueron los cerdos, que a partir de entonces ya no volvieron a probar las peladuras de patata, unas finas y otras gordas, pero todas con algo de carne que llevarse a sus bocas.
Ahora me guiso patatas + ó - una vez a la semana, según. Carne con patatas, patatas con congrio, acelgas con patatas, patatas guisadas, en fin, lo normal. Nunca fritas, eso seguro. Y en ocasiones, tortilla de patatas, que me chifla.
Como es de suponer, para mí solo una máquina sería una auténtica pasada; con un cuchillo o una navaja me sobra y me basta. Pero algo aprendí desde muy pronto, que había que aprovechar bien las cosas. Por eso, a pesar de mi maestría en el oficio, para pelar patatas tengo un pelador, como este que figura aquí abajo, que lo compré en una ferretería por + ó - cien pesetas, treinta céntimos + ó - de euro, hace también + ó - veinte años.
bonita historia, cargada de recuerdos.a veces la cosa que parece mas insignificante nos retrae a otros tiempos y a muchas vivencias
ResponderEliminarPD: felicidades por los 35 años
Pues yo, Miguel Angel, te diré hoy algo más; no eches de menos la peladora automática: las patatas, después de peladas, no deben ser lavadas, porque pierden la fécula.
ResponderEliminarPrimero se lava uno bien las manos, se lava también la patata con piel. Haciendo las dos cosas, las patatas salen absolutamente limpias y no hay que lavarlas más.
A mi la patata, me encanta. En mi casa, las mondas las comen los caballos, aunque siempre son delgaditas. Y no tengo pelador, sino un cuchillo patatero, pequeño y muy manejable.
Parece que todo se pega menos la hermosura...
ResponderEliminarJuas, juas y juas, es que eres la monda; bueno pues yo también tengo un pelador de hace ni se sabe el tiempo y pela como los ángeles de bien.
ResponderEliminarBesos
Tienes toda la razón, alfonso, ¡hay que ver la de cosas que parecen no tener importancia, y sin embargo nos conmueven y remueven las entretelas del alma! Ya ni me acordaba de aquella dichosa maquinita, pero pelando patatas ayer por la mañana se me vino todo en recordar cuando de peque y junto a un batallón de chavalines hacíamos alegres lo que nos mandaban; obedientes, cumplíamos con creces, aunque no fuéramos conscientes. ¡Qué mérito tenemos! Fíjate de repente tú me has hecho recordar una cita: “Al ir, iban llorando, llevando las semillas. Al volver, lo hacen cantando, trayendo sus gavillas”.
ResponderEliminarGracias por darme ocasión de seguir añorando…
Y una confidencia: el otro día, en la tele repescaron la serie de Anatomía de Grey; sonaba Turn! Turn! Turn! de Byrds, y uno de los personajes dice riéndose, “Mira, suena Forrest Gump”. Yo pensaba en mis adentros: “Si tú supieras lo que canturreé esta melodía en mis años mozos mientras resolvía derivadas e integrales, son palabras del Eclesiastés (3, 1-8), ni te haces idea del tiempo que hace que se dijeron”.
mariajesús, díselo a Argüiñano, que aconseja dejarlas en agua para que no se oxiden. Mi madre las comía con piel, si eran cocidas. Y si no, sólo las raspaba un poco. Decía que la piel tiene su aquel. Yo en eso no la sigo, pero tampoco me hago mayor problema con la fécula ±; no dejo más que las sobras imprescindibles y necesarias, porque no tengo granja.
Miguel González, las patatas son bellas, no me lo discutas. Quien las come, aguápase, sin dudarlo.
Julia, ríete con moderación, que se te va a dislocar la mandíbula. Ves, a los que ya tenemos edad las cosas que somos y tenemos también van adquiriendo un tempero de añosidad muy venerable.
Besos y más…