¿Quién dijo que no podía ser?



No es la muerte, sino la vida.
la que viene a nuestro lado
al final de nuestra existencia.
No, no es esa bruja huesuda de la guadaña
la que puede recoger este hermoso fruto
que ella no sembró, ni regó, ni floreció.
Es la Vida,
es el Dios de la Vida el que viene a coger con su fuerte mano
el fruto de nuestra vida,
para ponerlo en su Mesa,
en el banquete del Reino de los Cielos.
El Viernes Santo no es el fin;
es el comienzo
de una realidad infinitamente más grande que nuestros sueños y nuestros trabajos,
pero que ha nacido en el mismo curso de nuestros trabajos y nuestros sueños,
de nuestros sudores y nuestras esperanzas.
Siempre que luchamos por una sociedad mejor,
donde se camine hacia el ideal de Dios manifiesto en toda la Sagrada Escritura,
hacia una sociedad en la que vivamos como hermanos que trabajan unidos,
que comparten los frutos de la tierra según verdaderas necesidades,
no según sus falsas ambiciones,
estamos sembrando el mundo que no será vencido por la muerte,
sino que,
como un agua viva que se filtra por la tierra,
traspasará sus muros por entre los cimientos,
y aflorará al otro lado
en la tierra de la vida verdadera,
de la vida permanente,
en la Tierra Prometida.



Todavía, muchos cristianos,
un poco despistados,
ponen su máximo interés en prepararse durante la Cuaresma
para celebrar el Viernes Santo,
donde todo acaba,
donde el silencio y la muerte
tienen, prácticamente, la última palabra,
aunque no nieguen, en teoría, la resurrección.
Pero no:
Sin que eso esté mal, es incompleto.
La verdad es que la fiesta cristiana más importante del año
va de la Noche de Pascua al día de Pentecostés.
Todos esos días son para la comunidad cristiana como una única fiesta,
en la cual celebramos al Dios de la Vida,
que hizo florecer de nuevo las ramas del Arbol muerto de Cristo,
y que ya en nosotros, por su Espíritu, va infundiendo su nueva savia de vida,
por la que saboreamos ya la vida futura mientras estamos aún en camino,
y esperar que llegaremos a ella como ciudadanos del cielo que somos,
aunque todavía en la «Dispersión».
Por eso, no nos extrañéis los hombres no creyentes
de que, a veces, los cristianos añoremos la llegada a la Patria,
y, en ocasiones, hasta nos impacientemos por llegar,
aunque aceptamos con toda paz y empeño vivir aquí todos los días que hagan falta,
y realizar aquí todas las tareas que podamos y debamos cumplir.
Más bien creo que los no cristianos deberían extrañarse
si diciendo esperar lo que esperamos
manifestamos muy poca prisa por llegar a la meta.
La postura más coherente del cristiano es la de los versos teresianos:
«Vivo sin vivir en mí,
pues tan alta vida espero
que muero porque no muero.»

Hay que confesar que esta hermosa tensión que nos da la esperanza cristiana
ha sido tan deshonestamente manipulada para convertirla en adormidera del pueblo,
en calmante de sus dolores y opresiones,
que se necesita aclarar urgentemente algunas cosas:
No deseamos el cielo porque queramos huir de los hombres,
sino porque queremos acercarnos a una sociedad verdaderamente humana y fraternal.
No deseamos el cielo porque nos creamos hombres perfectos, acabados y buenos,
sino precisamente porque tantas veces sentimos no dar la medida que deberíamos,
que no somos de verdad hijos de Dios y hermanos de los hombres,
que no somos todavía más que medio-hombres,
y allí esperamos llegar a ser hombres hechos y derechos,
hijos de Dios y hermanos de todos, de verdad y para siempre.
No deseamos el cielo porque queremos huir las tareas de la tierra,
sino que nos aplicamos aquí con todas nuestras fuerzas el tiempo necesario,
pero nos alegra saber que cada día estamos más cerca
de la sociedad perfecta a la que caminamos
y que la Biblia llama la Jerusalén Celestial.



No deseamos el cielo porque queramos estar ya, al fin, solitos
mientras quedan fuera todos los demás,
sino que nuestra fe cristiana permite mirar con optimismo la salvación
de todos los hombres de buena voluntad
por caminos y vericuetos que la Iglesia no puede controlar,
pero que el Espíritu sabe conducir en el fondo de sus corazones.
Y, desde luego, nuestro deseo y alegría sería ver que toda la humanidad
podemos cantar por diversos motivos
el amor, la compasión y la comprensión
del Dios de la bondad, del Dios Padre de todos, Dios del amor y de la vida.
Finalmente, quiero advertir que el hombre que realmente ha puesto en el cielo
su esperanza,
no solamente no es un alienado,
sino un buen colaborador en la lucha por mejorar este mundo.
Porque al que ama el cielo con toda su alma, ya no le importa la muerte,
que en realidad no es para él más que la puerta de la vida.
Y si no le importa la muerte,
menos aún le pueden importar los fracasos o los éxitos, la persecución o la espada,
porque todo ello,
poco a poco o de un tajo,
le acerca a la Casa de la Vida.
El que ha vencido el miedo a la muerte, ha vencido a la muerte y es libre.
Porque sabe que cuanto más entregue su vida en servicio a los hermanos
y a sus nobles causas,
más plenamente encontrará una vida nueva.
«El que pierda su vida, la ganará.»
Es Palabra de Dios,
del Dios que no habló sólo con palabras,
sino que en Viernes Santo se jugó la vida por nosotros.
La perdió.
Y en esa muerte a lo muerto reapareció para el Hombre la vida plena
que ya no lleva como esta nuestra ningún germen de mortalidad,
la única que puede recibir verdaderamente y sin contradicción ese amado nombre:
¡VIDA!


2 comentarios:

  1. ¡Feliz Pascua de Resurrección para ti Míguel!

    Besos

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  2. Bellas palabras de una aún más bella persona a quien me honro en conocer.
    !Feliz pascua!

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