Mira que soy yo poco dado a estas cosas, pero Félix López Zarzuelo (el Zarzu) ha estado a la altura, y se ha despachado en el funeral y despedida de Don Miguel Delibes de modo notable. Yo le pongo nota alta.
Una homilía, en un entierro o en donde sea, no ha de pretender vencer ni convencer, porque ni es argumento ni mucho menos arma (mento). (Esto último, seguro que estaría mejor dicho al revés, pero así me suena bien).
Don Félix L. Zarzuelo, que fue también profesor universitario, y que seguro que compartió en algún momento con Don Miguel asiento en claustros y paraninfos, ayer se mostró cercano, familiar, vecino, aprendiz, lector, paisano, erudito, maestro y… pastor.
Y es que tener en la propia grey ovejas de la talla de Delibes, no sólo le sube a uno la bilirrubina, sino también el colesterol bueno y hasta el recuento leucocitario.
Por eso se me ha ocurrido colgar aquí las palabras textuales de la homilía dichas en el funeral, para que también se lean allende las fronteras provinciales.
Una homilía, en un entierro o en donde sea, no ha de pretender vencer ni convencer, porque ni es argumento ni mucho menos arma (mento). (Esto último, seguro que estaría mejor dicho al revés, pero así me suena bien).
Don Félix L. Zarzuelo, que fue también profesor universitario, y que seguro que compartió en algún momento con Don Miguel asiento en claustros y paraninfos, ayer se mostró cercano, familiar, vecino, aprendiz, lector, paisano, erudito, maestro y… pastor.
Y es que tener en la propia grey ovejas de la talla de Delibes, no sólo le sube a uno la bilirrubina, sino también el colesterol bueno y hasta el recuento leucocitario.
Por eso se me ha ocurrido colgar aquí las palabras textuales de la homilía dichas en el funeral, para que también se lean allende las fronteras provinciales.
«Sacerdotes concelebrantes, Sras. ministras Vicepresidenta y de Cultura, Excelentísimas e Ilustrísimas autoridades regionales y locales familia de Miguel Delibes y amigos todos:
Una vez más este misterio inefable del ser humano, que nos maravilla y asombra cuando nace, que nos aflige y sobrecoge cuando muere, nos ha convocado a todos en esta Catedral. Algunos –vosotros, los hijos, los hermanos, los nietos, la familia entera-, íntimos y cercanos, unidos a la vida de Miguel Delibes, como viven las ramas enlazadas al tronco del árbol. Otros, los más, compañeros y amigos, discípulos y lectores siempre de sus obras, queremos compartir con vosotros el dolor y la esperanza. Y todos juntos, creyentes y esperanzados, arropando con nuestra plegaria a esta persona tan excepcional, para que, en este trance de su llegada al más allá, se encuentre con los brazos acogedores del Dios de Jesús de Nazaret, ante el cual querríamos vivirnos como hijos e invocarle en este instante como Padre.
Esta es una convocatoria para el dolor. Aunque la muerte suceda en una edad avanzada, siempre llega pronto y abre en nuestras carnes una herida con sangre. Duele y mucho no ver ya esos ojos que se cruzaban con nuestra mirada, no escuchar ese timbre de voz que acariciaba nuestros oídos, no poder estrechar ya sus manos entre las nuestras, ver vacío ese sillón de casa en que él descansaba, no cruzarnos con él paseando por la Acera Recoletos o el Campo Grande. Lo que nosotros queremos deciros es que en esa aflicción no estáis solos. Todos los aquí presentes estamos a vuestro lado. Hemos venido aquí como acudió Jesús de Nazaret a Betania, cuando murió su amigo Lázaro: para estar cerca de sus hermanas, Marta y María, acompañarlas en su aflicción y confortarlas en su esperanza. Nuestro pésame no es una fórmula fría, huera y protocolaria; nace de lo hondo de nuestro espíritu: “algo se muere en el alma cuando un amigo se va”. No sólo Valladolid que tiene en él a su novelista más emblemático, “mi ciudad” como dice en la dedicatoria de su última novela, sino España entera, y la ancha comunidad de los hispanohablantes, lloran hoy la muerte de uno de sus más grandes escritores. Nos gustaría que llegarais a sentir esta condolencia nuestra como se siente en el cuerpo un cambio agradable de temperatura.
Para que esta celebración eucarística se realice como la última cena de Jesús, debe estar llena de acción de gracias. Gratitud dirigida al Altísimo, manantial del que brotan todos los bienes y valores que han presidido la vida de este egregio escritor con toda razón, y por tantos organismos, galardonado. Y agradecimiento también a Miguel Delibes, que deseamos transmitir a vosotros, a vuestra familia, porque tenemos contraída con vuestro padre una deuda impagable. Suyo es el mérito de haber sido maestro de periodistas, figura brillante de la narrativa del siglo XX, con justicia galardonado con los premios más altos: desde el Nadal, fruto primaveral, hasta el Cervantes, el Príncipe de Asturias, El Nacional de Literatura.
A Miguel Delibes le debemos no sólo su seguro y preciso dominio del idioma, su facilidad para retratar tipos y ambientes, sino el haber puesto esos talentos al servicio de la verdad y del bien, el haber sido encarnación, sin arrogancias ni alardes, del humanismo cristiano: su preocupación por el mundo de los niños (El príncipe destronado), el crecimiento de los adolescentes (El camino), la soledad de algunos jubilados (La hoja roja), la promoción de la mujer (Cinco horas con Mario), la familia (Mi idolatrado hijo Sisí), su clara simpatía por los débiles (Los santos inocentes), la sabiduría recóndita en el mundo rural (El disputado voto del señor Cayo), la salvación de este planeta azul en que vivimos, ya muy amenazado y envilecido por un abuso egoísta de lo creado (Un mundo que agoniza), la concordia con los que piensan de manera diferente a la nuestra (El hereje).
A Miguel Delibes le debemos, frente al silencio y el olvido de lo esencial, el recuerdo de la dimensión trascendente del hombre, su relación amorosa con Dios, su exigencia de respetar la más pequeña brizna de vida, su reiterada condena del aborto.
A Miguel Delibes le debemos su fe, nunca puesta en cuestión. Suyas son estas palabras: “He conservado toda mi vida las enseñanzas religiosas que recibí de niño y con los años han resurgido como un rescoldo amortiguado… Ante la muerte es muy importante y de gran consuelo tener un sentido de esperanza y pensar que no todo termina en la corrupción del sepulcro... A mis años –los últimos de mi vida- yo sólo espero y deseo encontrarme con Cristo en el recodo del camino”. Cuando ha llegado la hora del ocaso, del atardecer de su existencia terrena, ha podido decir como el padre de Jorge Manrique: “Y consiento en mi morir / con voluntad placentera / clara y pura, / que querer hombre vivir / cuando Dios quiere que muera / es locura”. O como su homónimo del siglo XVII, también hijo predilecto de Valladolid, dice al relatar la muerte de Alonso Quijano: «¡Bendito sea el poderoso Dios, que tanto bien me ha hecho! En fin, sus misericordias no tienen límite, ni las abrevian ni impiden los pecados de los hombres… Señores, vámonos poco a poco, pues ya en los nidos de antaño no hay pájaros hogaño».
En sintonía con su estilo, el más exquisito respeto por otras visiones de la realidad, desde el pesimismo de algunos epitafios medievales: pulvis, cinis, nihil (polvo, ceniza, nada), pasando por el nublado horizonte de Nikos Kazantzakis: “Llega la hora del atardecer, dejo caer la persiana, recojo las herramientas, me despido del trabajo, me echo a dormir, ya no despertaré”. Miguel Delibes no piensa que el hombre sea un náufrago que, rotas las velas de su nave, arriba a una isla desierta, donde no hay nadie. Más bien piensa que unos brazos amorosos nos acogen cuando nacemos, y unas manos de ternura nos reciben cuando morimos. Lo cual no es negar el lado oscuro de la muerte: por supuesto que el cuerpo se convertirá en el sepulcro en polvo, pero con la variante de Quevedo: “serán ceniza, más tendrá sentido, polvo serán, mas polvo enamorado”. O como dice Benedicto XVI: “La oración del cristiano no es el “Dies irae”, el día de la cólera, sino el Maranatha, “Ven, Señor, no tardes”.
A Miguel Delibes, en esta hora crucial, no le sigue la soledad ni el vacío: le acompañan sus buenas obras, como dice el libro del Apocalipsis; la buenas obras de misericordia, que hemos escuchado en las páginas del evangelista San Mateo.»
* * *
Y aprovechando la tacada, pongo aquí estas dos cosas, tal que fueran el postre de este pequeño almuerzo, dos pequeñas guindas plenas de cariño, sentimiento, nostalgia y esperanza.
De pequeño almuerzo ¡ nada !. Ha sido una última cena, con cuadros detrás y todo.
ResponderEliminarBesos
De pequeño almuerzo ¡ nada !. Ha sido una última cena, con cuadros detrás y todo.
ResponderEliminarBesos
Un justo homenaje. Y además me traes un pedazo de pequeño mito: el norte, cuyo ex director leí y respeté tanto.
ResponderEliminarSoy amigo de Félix y ambos compartimos mesa en el Patronato de una Fundación cultural. NO estuve en el funeral de Delibes, pero no podia ser de otra forma la actitud y la palabra del antiguo profesor de Derecho Canónico. Le he felicitado y me lo ha agradecido. Pronunció la homilia que Delibes necesitaba. Un acto emotivo, solemne y sencillo a la vez. Alguien cuenta que tres perdices y un somormujo se agazaparon en el retablo de la catedral. Venian del páramo de Masa y aqui se han quedado para siempre.
ResponderEliminarUn saludo a todos. No me puedo resistir a colocar aquí lo que acabo de leer en este blog (http://vueltaalcole.blogspot.com/2010/03/don-miguel-maestro.html):
ResponderEliminarNo resulta difícil imaginarle paseando Portugalete a la sombra del inacabado templo herreriano, o sentado en un banco de Campo Grande. Quizás Quico, mientras echa pan a las palomas, le mira de reojo, con una media sonrisa entre pícara y complaciente; y Azarías, con la "Milana bonita" posada en su hombro, le saluda desde una vieja casa que se abraza a la Antigua como en un respiro agónico.
Delibes es el alma del castellano, quien supo darle vida desde los rincones más inhóspitos. Recuperó las voces de los muertos y de los vivos, se adentró en la memoria universal sin abandonar su patria chica. Podemos ver en su mano, en su pluma, la Castilla que se recoge desde la montaña palentina al Valle del Tiétar, en todo su esplendor; la Castilla machadiana, unamuniana, la Castilla mística de Teresa y Juan de la Cruz, la Castilla recia y áspera, de ronco sonar y frío despertar; la Castilla amplia y cercada, abandonada y silenciosa, de músicas de raíz profunda y ritmos acompasados a "tempo" de la hoz o el golpe sobre la reja.
Se lleva Don Miguel un trozo de nosotros revivido en cada uno de sus personajes que, según dice, son usted mismo. Y en esa comunión nos alentamos para sobrevivir al futuro, porque si algo le debemos es su paso lento y su palabra cierta. Y le recordaremos como usted quiso, como un hombre bueno, que diría Machado, en el mejor sentido de palabra bueno.