Flor de un día



     Esta bola toda llena de pinchos lleva conmigo, o yo con ella, desde los primeros tiempos. Y me estoy refiriendo a los míos, hace más de… ¿pongamos cuarenta años? ¡Pongamos!

     La he tenido junto a la ventana que da al jardín, justo al mediodía, y ha tomado el sol a raudales. De agua nunca ha estado sobrada, sí de música, palabras amables, humo de tabaco y olor a café. Y ella nunca se ha expresado; inmutable e impasible, todo me lo ha soportado.

     La necesidad ha forzado cambiarla de ambiente. Linda ha necesitado espacio y ella estorbaba. No solo no se ha quejado, ¡ha florecido!


¡Qué chulada!









El domingo pasado estrené el montacargas a Parquesol. Y hace quince días, las escaleras. Así me libré de pedalear cuesta arriba y casi todo fue bajada tanto al ir como al venir.

Pero, como nada es perfecto, donde hay subidas y bajadas es algo complicado engañar a las piernas de que algún esfuerzo es inevitable. Ese mecanismo no te sube hasta arriba ni te baja hasta abajo; te abandona antes de tiempo.

No obstante resulta agradable contemplar el paisaje mientras la rampa o el ascensor trabaja para ti. Valladolid no es una ciudad particularmente bonita, pero se agradece la panorámica que se va abriendo ante los ojos conforme asciendes.

No es lo mismo mirar que “sentir”. Y escribiendo resulta algo complicado transmitir sensaciones si no eres persona escritora de tronío. Por eso ahí van unas fotos que ilustran lo que no soy capaz de expresar con las palabras.

 

Comenté mi experiencia en el vestuario del Matadero; alguien arrugó el ceño y dijo que eso no valía los dos millones que se han gastado en la obra. No entré al trapo, que estamos en tiempo de elecciones y salen aficionados políticos donde menos te lo esperes.

Es posible que después del 23J borren el carril bici de las calles, a mí no me importa porque lo utilizo lo menos posible. Pero si también desapareciesen los dos mecanismos hacia el barrio alto pucelano, más de uno y más de dos se lo tomarían muy a mal. Y o bien le darían al nuevo alcalde con el tacatá en la cabeza, o harían huelga de bajar a los bajos de la ciudad, y que se fastidien los restauradores.

Si este fuera el caso, volvería a escalar la montaña los domingos por la tarde, que es el día que me corresponde subir a la piscina de allá arriba, porque, —y que lo sepa todo el mundo—, en mi ciudad se cierran todas las demás albercas, no sé si por falta de personal, de escasez de presupuesto o por dejadez de la ciudadanía…