Escribo con desgana, obligado por la necesidad que
siento en mí de mostrar mi desacuerdo, más bien desaprobación, de que esto
tenga que ser así, y no haya forma de cambiarlo.
Está a punto de empezar la solemne ceremonia en la
que se declarará oficialmente santo a monseñor Romero, junto a Pablo VI y otras
cinco personas más. Y da la casualidad de que estoy en casa y frente al
televisor por culpa de una tormenta tropical que acaba de visitar el país. (El
paseo con los perrillos ha sido breve y ahora estamos lamiéndonos las heridas y
secándonos el pelo).
Cuando supe de Romero me estaba desbrozando en mis
tareas, peinaba pelo largo y caoba, vivía a la otra punta de la ciudad y no
sabía de la misa la media. Hoy sigo con el pelo largo, pero está blanco, vivo
aquí desde hace ni me acuerdo cuánto, y sigo sabiendo más bien poco. Pero ya no
me entusiasman muchas cosas, demasiadas.
Cada 24 de marzo, desde entonces, año 1980, sigo
recordando el martirio de monseñor y glosando su vida en las celebraciones con
mi gente. Desde el 16 de noviembre de 1989, le uno a Ellacuría, Nacho, Amando,
Juan Ramón, Joaquín, Segundo, Celina y Elba Julia. Y lamento no haber tenido en
cuenta a Rutilio Grande, cuyo martirio fue el factor desencadenante.
Ya empieza el rito romano-vaticano, y no consigo
sentirme sino extraño y distante. Canta el coro el Veni Creator, lee un señor
cardenal el relato de sus vidas y veo la fachada de San Pedro con los siete
retratos monumentales pendiendo de los balcones. Francisco papa, escucha…
Cierro aquí, porque ya han escrito mucho y bien
quienes saben más que yo. No le llamaré santo. No añadiré ese sustantivo, y no
lo haré, no porque no sepa cómo articularlo con sus nombres ni con su apellido,
sino porque no le hace falta.
Para mí seguirá siendo monseñor Romero.