Desvaríos



El otro día fui a renovar el carné de conducir. En la foto aparezco con gafas, no hay escapatoria. El médico me mandó ponérmelas porque ya no puedo aparecer sin ellas. Así que, resignado, fui a encargar un duplicado, porque es preceptivo que lleve el repuesto, o seré sancionado. Y la verdad, no quiero que me quiten puntos.
Ya de paso, en la óptica me aconsejaron hacerme las dos nuevas, porque me ha cambiado la graduación, y la calidad de vida es la calidad de vida.
Mi condición de “gafado”, e.d. persona que se vale de aparato corrector de la visión, pasa de “conveniente” a “necesaria por imperativo legal”, convirtiéndose por lo tanto en imprescindible: no puedo conducir sin llevar gafas y llevar repuesto.
Por trágico que resulte esta situación, nada comparable con mi aparato masticatorio. Desde hace más de un año puedo comer gracias a que mis propias piezas dentarias han sido reemplazadas por unos hermosos tornillos revestidos de porcelana. Tintada, por supuesto, porque soy tabaco dependiente.
Afortunadamente aún uso mis orejas para oír, y mis piernas para andar, pero todo se andará y habrá que ir pensando cómo suplirlas o al menos complementarlas en fecha no demasiado lejana.
O sea, que yo ya no soy yo, ya soy mi circunstancia, y poco a poco empieza a distanciarse de lo que habitualmente me he venido considerando desde que tengo conciencia de mí mismo.
El otro día, volviendo de pasar unos días en Zuriza, obvié la autovía y recorrí la carretera nacional para ahorrarme el peaje y de paso hacer alto en el desfiladero de Pancorbo. Aproveché para recorrer el pequeño parque alrededor de la ermita del Cristo del Barrio y echar un vistazo a la ermita de la Virgen del Camino. No paré en el monumento al pastor. Demasiados recuerdos. Estuve en su inauguración, y el “caudillo” pasó a escasos metros de mí. Por supuesto, no estuve solo. Una multitud ingente le aclamó.

Luego fui testigo de un referendum aprobado por el 99% sobre los veinticinco años de paz y la consolidación del régimen. Yo no participé, pero nadie de mi entorno se manifestó en contra. Ahora todo el mundo reniega de aquello, por falso.
Me niego a aceptar que lo que he vivido durante tanto tiempo haya desaparecido o, lo que es peor, haya sido mentira. Más aún: al menos en mi persona, lo nuevo es lo que a todas luces no deja de ser una mala réplica de lo original, unos simples hierros, unos cristales… (Bueno, unos hierros muy elaborados y unos cristales de altísima calidad, y precio).
España ha cambiado. Todos hemos cambiado. Yo he cambiado. Alfonso Guerra dijo que “no nos reconocería ni la madre que nos parió”.
“Quería que el pasado no hubiera existido”, dice un personaje en la peli que estoy viendo en la tele, y otro le contesta “no se puede”.
En fin, ni España es lo que fue, o yo percibí, ni la Iglesia Católica ha resultado ser la sociedad perfecta que estudiamos. La historia verdadera resulta que siempre está por escribir, y hasta el presente es según y cómo porque depende de las circunstancias y personalidad de quien lo narra.
En mi condición y edad ya nada me debería sorprender. Sin embargo, de un tiempo a esta parte vivo en una sorpresa contínua. Y es un doloroso e inquietante sinvivir.

Una maldita espiguita


 
A la generalidad de los mortales nos es familiar tener o haber tenido una piedra en el zapato. A mí, en concreto, en verano me entran con frecuencia cuando calzo sandalias; en invierno y resto del año no, porque uso botas.
Esa sensación molesta que podremos dulcificar si conseguimos que la tal se acomode donde menos se la note, sea donde sea que se lo permita el pie, se convierte en una mortificación insoportable si se trata de perros en vez de humanos, y de espigas en lugar de un simple canto.
A Tano se le clavó una entre los dedos de su mano izquierda, y ha estado el pobre en un grito durante todo el mes de julio. Como aconseja la prudencia en estos casos, no hemos querido recurrir a métodos invasivos; hemos optado por que la naturaleza siguiera su curso. Y hoy, justo a las once de la mañana, he logrado extraérsela sin necesidad de pinzas ni bisturí.
Ahora el pobre Tano descansa aliviado y casi seguro que a la noche tiene la herida cerrada y seca.
Se nos presenta un buen mes de agosto, tal vez y dios lo quiera, correteando por las praderas de Pineta.
Ojalá desaparezcan todas las piedrecitas —en las más variadas y multiformes apariencias que nos agobian desde la política, la economía, los medios sociales… y los clericales— que el camino nos introduce en los zapatos y lo mismo digo de las espigas que amenazan patas, ojos, orejas y morros de nuestros amigos de cuatro patas.
Mi consejo es tener paciencia, aguantar todo lo que se pueda y más, y esperar que llegue su fin lo antes posible. Los métodos expeditivos no son los más rápidos ni concluyen definitivamente con el problema.
Lo sé por experiencia.