Estamos en Pascua, tras una Semana Santa muy
normalita. Normalita aquí en casa, porque por ahí fuera, en la calle, no hay
calificativo aumentativo que lo adjetivice con suficiencia, al decir de las
lenguas que se publican.
Con discreción, pues, que es lo nuestro, y es de
suponer que también con hondura. Lo uno y lo otro son imprescindibles en el
asunto que tratamos.
Pocos y muy bien avenidos, en permanente
complicidad, nos lo hemos montado a nuestra manera, como en casi todo lo demás.
Empezó la cosa con el corte de calle, justo para
atravesarla ramos en ristre al canto tradicional de ¡Gloria al Hijo de David!
que ya muy poquitos recuerdan, y pidiendo humildemente perdón por impedir el
tránsito rodado durante unos minutos, los justos de bendecirnos a todos y
empezar la procesión de las palmas.
Jueves y viernes en nuestro habitual estilo, sin
tocar campanas ni redoblar tambores, y sábado de gloria, más bien ya domingo,
pasando alegremente de la penumbra a la luz esplendorosa. No faltó la hoguera
al principio ni la pasta con licor familiar como agasajo y despedida.
Entremedias, celebramos los misterios más mistéricos de nuestra fe.
Ninguna novedad, pues, al menos reseñable. Bueno,
sí, aunque carece de importancia. Para el vía crucis nos inventamos, porque lo
encontramos, catorce estaciones que guiaran el camino.
En los tiempos antiguos salíamos al jardín y según
quien portara la cruz fijaba cada momento estacional donde le parecía: debajo
de la acacia, junto al banco adosado a la tapia, al pie del cedro, en la puerta
pequeña de la calle, en el arranque de la escalera… Así desgranábamos los
catorce, o los quince, pasos de nuestro itínere, que concluía dentro otra vez
sudorosos o ateridos dependiendo de la climatología reinante.
Desde que pasamos al renovado edificio, no hemos
tenido tampoco regla fija: unas veces hemos permanecido estáticos, otras en
movimiento.
¿Hace falta algo en la iglesia, candelabros,
lampadarios, floreros? Gracias, no te molestes, estamos servidos. Ha sido la
respuesta habitual cada vez que alguien mostraba deseos de aportar algún
detalle para un templo apenas vestido de aditamentos. Aún así, tiestos con
plantas fueron llegando en cantidad, unos con motivo de alguna celebración,
otros porque ya no cabían en casa, y otros porque había mudanza y había que
desalojar. La de regalar un vía crucis fue de las últimas ofertas. También ésta
fue amablemente declinada; no queríamos quedar supeditados de por vida, que ya
sabemos que hay regalos que los carga el diablo.
Este año, pensando que indicar con un cancionero
tirado en el suelo o una maceta situada estratégicamente dónde había que hacer
alto resultaba poco edificante para el guía con la cruz a cuestas, buscamos y
encontramos un remedio y una solución: las láminas del pintor de la liberación,
en koinonía, Maximino Cerezo Barredo, asturiano de Villaviciosa afincado en el Matto Grosso.
Y lo que en principio fue pensado como detalle en
precario para el momento, está a punto de terminar inmortalizado para los
restos.
Impreso directamente desde la página web del propio autor, adorna las
paredes laterales, y tal vez ayude a entender y a vivir por qué creemos lo que
creemos; el cómo puede que sea manifiesto. Y si no fuera así, que Dios no nos
lo tenga en cuenta.
Es un vía crucis de papel, pero ahora es Pascua de
verdad, la que os deseamos a todos, feliz y renovada, florecida por fecunda y
permanente, solidaria por universal y cordial en tanto que agradecida.
Aprovecho que Luis me lo manda, y lo publico: