El agua que no has de beber, déjala correr




Hace ya tiempo el ayuntamiento de mi ciudad convino en regar los parques y jardines urbanos con agua traída directamente del río Pisuerga, en lugar de hacerlo con el agua potable de la red de abastecimiento para consumo humano. Nos pareció bien a la ciudadanía, y no nos incomodamos por tener calles y avenidas horadadas por las máquinas para instalar tuberías adicionales durante unos meses. No fueron precisamente los más oportunos, pero nada nos quejamos.
Luego vino lo del riego automático y nocturno, para evitar evaporaciones inútiles, y volviéronse a levantar pavimentos y aceras para colocar cables y dispositivos de relojería. También lo vimos con agrado y sin resistirnos a las pequeñas incomodidades.
Ahorrar agua potable, aunque en la cuenca del Duero tenemos más que de sobra, y administrarla con economía es también ecología y sobre todo solidaridad.
Ante la pertinaz sequía de este curso lectivo, nuestros servidores públicos apelaron a nuestra civilidad y nos pidieron que les autorizáramos a dejar de regar el verde que lucía la urbe pucelana. Únicamente se atendería a determinados enclaves paradigmáticos y pusieron dos ejemplos: el Campo Grande y la rosaleda del Poniente. Estuvimos conformes y dimos nuestra aquiescencia.
De tal manera, en los barrios periféricos y en los más céntricos, hemos sido espectadores mudos, pero en absoluto insensibles, de cómo plantas y árboles iban mudando la color, perdiendo lozanía y muriendo lentamente. Ha sido un verano fiero que justo acaba de expirar hace unas jornadas. Si el desierto es temible, lo de aquí es penoso.
Iba yo muy de mañana, como todos los domingos, recorriendo mi parroquia para llevar la comunión a feligreses que no pueden salir de casa; a esa hora no hay gente por la calle y el silencio es penetrante y gratificante. Al girar una esquina llega a mis oídos una especie de siseo, suave pero continuado, que me intrigó. Sólo cuando estuve a su altura pude verlo: en la rampa de su garaje, un vecino estaba manguera en ristre lavando su flamante vehículo a motor. El momento, el lugar, incluso el modo, todo gritaba que lo estaba haciendo a escondidas. No era horario de vigilancia policial, ni de vecinos asomados a sus puertas, tampoco había senderistas camino del pinar, ni colegio ni repartidores ni oficinistas a sus despachos.
Pasé de largo sin saludar; ni eché en cara ni quise parecer simpático; simplemente me invisibilicé.
Es verdad que no era para tanto, al fin de cuentas unas pocas decenas de litros desperdiciadas mientras se despilfarran tantas otras cosas. Seguramente el utilitario se lo merecía, que polvo y contaminación afean cualquier carrocería.
Tiene que llover, tiene que llover, tiene que llover… a cántaros.

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