Puerta santa



«Pero se acerca la hora, ya está aquí, en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y verdad, porque el Padre desea que lo adoren así. Dios es espíritu, y los que lo adoran deben hacerlo en espíritu y verdad» (Juan 4, 21-23). Así le responde Jesús a una mujer que le objeta, junto a un pozo, que le pida agua, envuelto todo en un interesante diálogo no muy propio entre una garbosa samaritana y un judío errante. Si aquel pozo de Jacob estaba en Sicar, su agua era sólo agua, talmente como la del resto de los pozos. Aún así, da pie para una discusión sobre en qué lugar reside la divinidad, y dónde mejor darla culto. Desde entonces acá, ha llovido mucho, y se ha sacado demasiada agua de aquel y de otros muchos pozos; y no ha terminado aún lo que pareciera concluido por las palabras de Jesús: «El que bebe de esta agua vuelve a tener sed; pero el que beba del agua que yo le daré nunca más tendrá sed: el agua que yo le daré se convertirá dentro de él en un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna».
Así las cosas, a lo largo de la historia se han multiplicado fuentes, ermitas, cuevas, basílicas y monasterios, que se han añadido a lo que mucho antes ya eran considerados lugares tocados por el misterio: altozanos, bosques, peñas o ríos. Nada nuevo; lluvia sobre mojado.
Un lugar de estos llamados “santos” lo constituye “una puerta”. Puerta santa, es el nombre con que se la denomina. Y parece que su existencia, aunque hunde sus raíces desde muy antiguo, –recuérdese la escena de la escala de Jacob en el libro del Génesis (28, 11-19)– sólo está al alcance de unas pocas personas afortunadas. Por eso, una vez localizada, es necesario señalizarla.
O forzarla y colocarla allá donde interese. ¿Para qué gastarse y derrochar la propia vida buscándola? No es necesario. Se pone aquí, o allá, o donde sea que la gente la tenga a mano.
Así existen en Roma cuatro puertas santas. En basílicas de importancia, las papales: San Pedro del Vaticano, Santa María la Mayor, San Juan de Letrán y San Pablo Extramuros. España tiene dos, Santiago de Compostela y Santo Toribio de Liébana. Canadá una, Notre Dame de Quebec. Y África una, la catedral de Bangui.
Papa Francisco ha abierto la mano y ha indicado que se designe una puerta santa en cada diócesis de la Iglesia Católica. De modo que el número de ellas se ha visto substancialmente incrementado. Así que quien no pase por una puerta santa no tiene excusa.
No le tengo ninguna devoción a este asunto. Una puerta física, que está cerrada e incluso tapiada la mayor parte del tiempo, no me inspira absolutamente nada. Pasar por ella, saliendo o entrando, o permanecer en el umbral quieto de pie o tumbado, no deja de ser un gesto más. Importaría si esa puerta diera acceso a algo interesante. He atravesado tantas puertas en mi vida sin lograr por ese mismo hecho dar con algo importante, por más que los carteles anunciasen maravillas, que ahora soy escéptico sobre este particular.
Otra cosa es cómo sea la misma puerta en sí. La de San Pedro del Vaticano, por ejemplo, es bien recientita, apenas de 1950; y, aunque está decorada con escenas bíblicas, me parece un pastiche insignificante, inexpresivo y anodino. Otras son mucho más artísticas y rodeadas de misterio amasado a lo largo de los siglos. Lo que va de la edad media para acá. La de mi ciudad, en la basílica del Sagrado Corazón de Jesús, en el lateral de la calle del Salvador, no tiene arte, pero tiene cercanía. Y no ha estado nunca tapiada, aunque sea accesoria y de uso limitado. Ahora es nuestra puerta santa.  A pesar de ello, si he de entrar en el santuario de la gran promesa, lo haré por donde siempre, no voy a cambiar ahora mis viejas costumbres.
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Lo escrito hasta aquí tiene como única pretensión exponer  fotográficamente esta puerta que se abre en contadas y solemnes ocasiones, cuyo artífice fue Vico Consorti, y que fue donada por los católicos suizos a Pío XII para el jubileo de 1950:





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No me seduce esta puerta, no me invita a entrar, no creo que tras ella encuentre lo que busco. Y puesto a considerar qué sea puerta santa, –escribo esto el día 9 de enero–, descubro que Cayo, que cumple hoy su segundo aniversario, fue y sigue siendo para mí un portillo hacia el misterio. No me atrevo a denominarle “puerta santa”, no sea que lleve a confusión; pero estoy por asegurar que aquella mirada limpia y su hacer callado no lo dan en ninguna universidad.
Tengo que aprender a sonreír como él lo hacía.

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