Leí el artículo deprisa,
porque era ya la hora de ir a La Arbolada. Destilaba nostalgia por un tiempo
que pasó, y tristeza por un ahora ingrato. También reclamaba justicia por el
exceso hacia quienes nunca fueron así pero incluyeron en su grupo indeseables.
Los curas rurales reivindicados, pensé. Nadie saldrá por ellos, continué el
pensamiento. Y casi ya al apagar, encontré este poema y me dije, me lo pongo.
Aquí está.
Cae
el sol
Perdóname. No volverá a ocurrir.
Ahora quisiera
meditar, recogerme, olvidar: ser
hoja de olvido y soledad.
Hubiera sido necesario el viento
que esparce las escamas del otoño
con rumor y color.
Hubiera sido necesario el viento.
Hablo con humildad,
con la desilusión, la gratitud
de quien vivió de la limosna de la vida.
Con la tristeza de quien busca
una pobre verdad en que apoyarse y
descansar.
La limosna fue hermosa -seres, sueños,
sucesos, amor-,
don gratuito, porque nada merecí.
¡Y la verdad! ¡Y la verdad!
Buscada a golpes, en los seres,
hiriéndolos e hiriéndome;
hurgada en las palabras;
cavada en lo profundo de los hechos
-mínimos, gigantescos, qué más da:
después de todo, nadie sabe
qué es lo pequeño y qué lo enorme;
grande puede llamarse a una cereza
("hoy se caen solas las cerezas",
me dijeron un día, y yo sé por qué fue),
pequeño puede ser un monte,
el universo y el amor.
Se me había olvidado algo
que había sucedido.
Algo de lo que yo me arrepentía
o, tal vez, me jactaba.
Algo que debió ser de otra manera.
Algo que era importante
porque pertenecía a mi vida: era mi vida.
(Perdóname si considero importante mi vida:
es todo lo que tengo, lo que tuve;
hace ya mucho tiempo, yo la habría vivido
a oscuras, sin lengua, sin oídos, sin manos,
colgado en el vacío,
sin esperanza.)
Pero se me ha borrado
la historia (la nostalgia)
y no tengo proyectos
para mañana, ni siquiera creo
que exista ese mañana (la esperanza).
Ando por el presente
y no vivo el presente
(la plenitud en el dolor y la alegría).
Parezco un desterrado
que ha olvidado hasta el nombre de su
patria,
su situación precisa, los caminos
que conducen a ella.
Perdóname que necesite
averiguar su sitio exacto.
Y cuando sepa dónde la perdí,
quiero ofrecerte mi destierro, lo que vale
tanto como la vida para mí, que es su
sentido.
Y entonces, triste, pero firme,
perdóname, te ofreceré una vida
ya sin demonio ni alucinaciones.
José Hierro, Libro de las alucinaciones
Ojala me sirviera de homenaje.
Hoy quisiera ofrecérmelo a mí mismo que ya estoy en la postrera etapa, próximo
a la meta, tras muchas pedaladas y pocas gratificaciones. (Por cierto, Contador
arañó ayer dos segundos, ese sí que puede).
Cerrábamos el curso catequético.
Salvo los más pequeños, nadie quiso destacarse. Miedo escénico, lo dicen. ¡Qué
poco cambian las cosas a pesar del tiempo transcurrido y las nuevas formas y colores!
Unos leyeron, otros y otras cedieron a mi insistencia y dijeron algo más con
gestos que con palabras. Los mayores, en su sitio y sin moverse, asentían con
la mirada y la sonrisa, y poco más.
Comulgamos mientras cantábamos
y no me quise hacer notar, pero mientras daba a los más peques su “segunda”
comunión, yo rememoraba sesenta años de distancia de aquella otra Ascensión en
que vestido de marinerito hice mi “primera”.
Ya eres de la tercera edad,
miguelangel, entérate bien. Nunca fuiste cura rural, ahora tampoco eres cura de
barrio. Ni de ciudad ni de campo, siempre nadando por tu cuenta y a tu bola, dando
la nota más de una vez, y por no parecerte ni siquiera a don Toribio, el de tu
pueblo, que asistió a tu ordenación vestido con traje y sin corbata.
Acaba de recordártelo una
paisana que amablemente te ha enviado una foto de una imagen de la Virgen y ya
de paso te hizo ver que fuiste niño y comiste pelusos y sobadas que tu madre
iba a hornear en casa del panadero del pueblo.
Aseguro que vivo con la
mirada puesta en el presente y hacia el futuro, sólo que de vez en
cuando algo o alguien me hace mirar por el retrovisor. Prometo no dejar que se
me “encone”.
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