Un poco a
regañadientes asentí a asistir a la boda. No me gusta salir de mi pequeño
mundo, y menos si la cosa es en algún templo de los que yo llamo de tronío.
Forastero y en casa extraña, aunque sean de la misma “cofradía”, has de acomodarte
a usos y costumbres impuestas por otros tal que, por ejemplo, que a los novios
los pongan de espaldas al personal, con reclinatorio que no van a utilizar, y
con una megafonía que está fuera de tu control. Y otras cosillas menos
importantes, pero no menos importunas como cuestiones de horarios, cálices valiosísimos pero incómodos y ropajes muy correctos aunque poco prácticos.
El caso es que ya que
había dicho sí, antes que ellos mismos, me dije: “ya de paso, aprovecho”. Y
metí la máquina en el bolso.
En mi ciudad hay dos
San Benitos: el Real y el Viejo. Hoy tocaba el Real, y aquí están algunas
fotos. Son muy deficientes, porque en aquel momento no podía usar el flash y
porque tampoco el recinto se presta por su inmensidad y la penumbra en que está
sumergido.
Hacía mucho que no
entraba. Recuerdo que de niño iba muchas veces. Pero ya mayor no tuve ocasión;
tampoco disposición. Es tan grande que no se acomoda a lo que yo pienso de la
liturgia cristiana. Pertenece a otra época. Eso no impide que muchos
vallisoletanos de toda edad, sexo y condición se desplacen hasta allá, porque
son tantas las facilidades de horario y de espacio para que los niños corran y
se esparzan, tan grande el edificio que los gritos se amortiguan y cada quien
está a lo que está, sin sentir molestia o distracción.
En fin, que este
enorme templo, con esta entrada tan aparatosa que más parece fortín que lugar
de oración, al menos por el exterior, es el templo conventual de San Benito el
Real, de Valladolid. En él he participado en una boda como celebrante y por
tanto testigo cualificado; que he estado allá arriba, en todo lo alto más solo
que la una; que a los novios los tenía, parapetado tras el altar, distantes;
pero al resto ni se sabe dónde podían estar, porque desde mi posición ni los
veía.
Así han
sido las cosas; y a pesar de todo la celebración ha estado entretenida, porque
además de los dos sujetos celebrantes, Susana y José Manuel, han intervenido un
buen grupo de personas leyendo y explicándose, sin importarles que el edificio
en el que estábamos empezase a construirse en el siglo XV, por supuesto con otras miras y otras
pretensiones de las que ahora se tienen.
Lástima que el coro del convento no esté donde siempre estuvo; ahora lo tienen a buen recaudo para ser contemplado en el Museo Nacional de Escultura de San Gregorio. Por eso estas imágenes de archivo, que dan una idea de lo que fue otrora este impresionante edificio.
¿Habríamos estado mejor enmarcados si los novios, los padrinos y los testigos hubiéramos tenido a nuestra disposición estos reales sitiales?
¡Eso! ¡Y la plebe allá abajo, perdidos en la lejanía y en la oscuridad!
Los sitiales son una maravilla, qué preciosidad. Hablando de lo tuyo, de oficiar desde allá arriba, sí que debe ser algo raro comparándolo con tu iglesia que todo es proximidad y los tienes ahí mismo. Todo un símbolo de lo que la iglesia católica ha devenido a lo largo de los siglos, cada vez más lejos, más de espaldas al mundo real, más viviendo para sí misma, más y más desnaturalizada de su propia esencia. ¿Cambiará esencialmente algo alguna vez?, tengo mis dudas.
ResponderEliminarBesos