Mujer coraje: Mónica de Tagaste


Apparizione dell'angelo a Santa Mónica, Pietro Maggi. San Marco a Milano

Desde los tiempos de los Macabeos, incluso desde mucho antes, casi en los comienzos de la humanidad, madres ha habido para recordar. De la primera, Eva, no voy a decir nada, porque poco sé. Pero, a partir de ella, me sale un rosario, -cincuenta avemarías repartidas en cinco misterios-, de nombres femeninos paradigmas de tesón, tenacidad, persistencia, paciencia, amor y fe (no sigo para no ocupar demasiado espacio).
De su vida hay escrito lo que su hijo, Agustín de Hipona, dejó en sus Confesiones (Wikipedia y otros muchos portales lo recogen sobradamente). ¿Podría añadir algo más?
Quien visita este lugar ya sabe cómo pienso, de modo que tampoco me voy ahora a explayar. Mujer, esposa, madre y viuda. Lo recorrió todo. Una cosa fue desde el principio: mujer. O sea.
Pero su hijo la describe así, en sus Confesiones: “¡Qué voces te di, Dios mío, cuando, todavía novato en tu verdadero amor y siendo catecúmeno, leía con tranquilidad en la quinta los salmos de David –cánticos de fe, sonidos de piedad, que excluyen todo espíritu hinchado– en compañía de Alipio también catecúmeno, y de mi madre, que se nos había juntado con aspecto de mujer, fe de varón, seguridad de anciana, caridad de madre y piedad cristiana!” (IX, 8).
Que no nos engañen las palabras, que por entonces mujer era muy poquita cosa y el baremo de todo era hombre. De su carácter, fuerza y contundencia da fe esto otro, también relatado por el de Hipona:
“Pero enviaste tu mano de lo alto y sacaste mi alma de este abismo de tinieblas. Entre tanto, mi madre, fiel sierva tuya, lloraba por mí ante ti mucho más que las demás madres suelen llorar la muerte corporal de sus hijos, porque ella veía mi muerte con la fe y espíritu que había recibido de ti. Y tú la escuchaste, Señor; tú la escuchaste y no despreciaste sus lágrimas, que, corriendo abundantes, regaban el suelo debajo de sus ojos allí donde hacía oración; sí, tú la escuchaste, Señor. Porque ¿de dónde si no aquel sueño con que la consolaste, viniendo por ello a admitirme en su compañía y mesa, que había comenzado a negarme por su adversión y detestación a las blasfemias de mi error?
En efecto, se vió de pie sobre una regla de madera y a un joven resplandeciente, alegre y risueño que venía hacia ella, toda triste y afligida. Éste, como le preguntase la causa de su tristeza y de sus lágrimas diarias, no por aprender, como ocurre ordinariamente, sino para instruirla, y ella a su vez le respondiese que era mi perdición lo que lloraba, le mandó y amonestó para su tranquilidad que atendiese y viera cómo donde ella estaba allí estaba yo también. Lo cual, como ella observase, me vio junto a ella de pie sobre la misma regla. ¿De dónde vino esto sino porque tú tenías tus oídos aplicados a su corazón, oh tú, omnipotente y bueno, que así cuidas de cada uno de nosotros, como si no tuvieras más que cuidar, y así de todos como de cada uno?
¿Y de dónde también le vino que, contándome mi madre esta visión y queriéndola yo persuadir de que significaba lo contrario y que no debía desesperar de que algún día sería ella también lo que yo era al presente, al punto, sin vacilación alguna, me respondió: «No me dijo: donde él está, allí estás tú, sino donde tú estás, allí está él?»” (III, 19-20).
Y no es sólo amor filial, sino que al parecer era notorio para cualquiera. Así se puede seguir leyendo:
“Porque todavía hubieron de seguirse casi nueve años, durante los cuales continué revolcándome en aquel abismo de barro y tinieblas de error, hundiéndome tanto más cuanto más esfuerzos hacía por salir de él. Entre tanto, aquella piadosa viuda, casta y sobria como la que tú amas, ya un poco más alegre con la esperanza que tenía, pero no menos solícita en sus lágrimas y gemidos, no cesaba de llorar por mí, en tu presencia, en todas las horas de sus oraciones, las cuales no obstante ser aceptadas por ti, me dejabas, sin embargo, que me revolcara y fuera envuelto por aquella oscuridad.
También por este mismo tiempo le diste otra respuesta, a lo que yo recuerdo –pues paso en silencio muchas cosas por la prisa que tengo de llegar a aquellas otras que me urgen más que te confiese y otras muchas porque no las recuerdo–; diste, digo, otra respuesta a mi madre por medio de un sacerdote tuyo, cierto Obispo, educado en tu Iglesia y ejercitado en tus Escrituras, a quien como ella rogase que se dignara hablar conmigo, para refutar mis errores, desengañarme de mis malas doctrinas y enseñarme las buenas –hacía esto con cuantos hallaba idóneos–, él se negó con mucha prudencia, por lo que he podido ver después, contestándole que estaba incapacitado para recibir ninguna enseñanza por estar muy inflado con la novedad de la herejía maniquea y por haber puesto en apuros a muchos ignorantes con algunas cuestioncillas, como ella misma le había indicado: «Dejadle estar –dijo– y rogad únicamente por él al Señor; él mismo leyendo los libros de ellos descubrirá el error y conocerá su gran impiedad». Y al mismo tiempo le contó cómo siendo él niño había sido entregado por su engañada madre a los maniqueos, llegando no sólo a leer, sino a copiar casi todos sus escritos; y cómo él mismo, sin necesidad de nadie que le argumentase ni convenciese, llegó a conocer cuán digna de desprecio era aquella secta y cómo al fin la había abandonado.
Mas como una vez dicho esto no se aquietara, sino que insistiese con mayores ruegos y más abundantes lágrimas para que se viera conmigo y discutiese sobre dicho asunto, él, cansado ya de su importunidad, le dijo: «Vete en paz, mujer; ¡así Dios te dé vida!, que no es posible que perezca el hijo de tantas lágrimas». Respuesta que ella recibió, según me recordaba muchas veces en sus coloquios conmigo, como venida del cielo.” (III, 20-21).
Agustín, finalmente, concluye cuanto Mónica se esforzó por él contra toda desesperanza con estas palabras: “Y es que tus manos, Dios mío, no abandonaban mi alma en el secreto de tu providencia, y que mi madre no cesaba día y noche de ofrecerte en sacrificio por mí la sangre de su corazón que corría por sus lágrimas.” (V, 13).
Si para San Agustín su madre Santa Mónica parecía un hombre en cuanto a la fe, a mí ahora él me parece un enano porque mantuvo, sin ser capaz de superarlo, tan pequeña y mezquina manera de pensar.
Y además nos coló el follón del pecado original. Menuda faena. Pero su madre, ¡ah!, su madre, menuda mujerona. Incluso mantuvo a raya, a base de paciencia y amor, al fiero de Patricio, su marido. Así está también escrito:
“Así, pues, educada pudorosa y sobriamente, y sujeta más por ti a sus padres que por sus padres a ti, luego que llegó plenamente a la edad de casarse fue dada [en matrimonio] a un varón, a quien sirvió como a señor y se esforzó por ganarle para ti, hablándole de ti con sus costumbres, con las que la hacías hermosa y reverentemente amable y admirable ante sus ojos. De tal modo toleró las injurias de sus infidelidades, que jamás tuvo con él sobre este punto la menor riña, pues esperaba que tu misericordia vendría sobre él y, creyendo en ti, se haría casto.
Era éste, además, por una parte sumamente cariñoso, por otra extremadamente vehemente; mas ella tenía cuidado de no oponerse a su marido enfadado, no sólo con los hechos, pero ni aun con la menor palabra; y sólo cuando le veía ya tranquilo y sosegado, y lo juzgaba oportuno, le daba razón de lo que había hecho, si por casualidad se había enfadado más de lo justo.
Finalmente, cuando muchas señoras, que tenían maridos más mansos que ella, traían los rostros afeados con las señales de los golpes y comenzaban a murmurar de la conducta de ellos en sus charlas amigables, ella, achacándolo a su lengua, les advertía seriamente entre bromas que desde el punto que oyeron leer las tablas llamadas matrimoniales debían haberlas considerado como un documento que las constituía en siervas de ellos; y así recordando esta condición suya, no debían ensoberbecerse contra sus señores. Y como ellas se admirasen, sabiendo lo feroz que era el marido que tenía, de que jamás se hubiese oído ni traslucido por ningún indicio que Patricio maltratase a su mujer, ni siquiera que un día hubiesen estado desavenidos con alguna discusión, y le pidiesen la razón de ello en el seno de la familiaridad, ella les enseñaba su modo de conducta, que es como dije arriba. Las que la imitaban experimentaban dichos efectos y le daban las gracias; las que no la seguían, estando esclavizadas, eran maltratadas”. (IX, 20).
Y la Iglesia, en lugar de atizarle una colleja, –cariñosa sí, pero colleja–, le hace santo y además doctor. Pero no me cabe ninguna duda de que Agustín llegó a ser lo que llegó a ser porque tuvo una mamá que se llamaba Mónica.


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