¡Que lo disfrute, capitán!


En realidad me dijeron simplemente ¡enhorabuena! Querían desearme suerte, vista y al toro.
Después me he enterado que eso se lo dicen a  todas las personas que reciben una encomienda y pasan a ocupar “un cargo”. O sea ministros, alcaldes, presidentes, alguaciles, abadesas, encargados de obra, institutrices, etcétera.
Hasta entonces lo más de lo que había sido testigo y espectador interviniente era la elección del delegado de curso. Y ahí sí felicitaba al ganador, especialmente si era con la ayuda de mi voto.
En realidad el momento para felicitaciones y enhorabuenas debería estar al final, cuando el trabajo se ha acabado y se ha terminado bien. Pero la costumbre es hacerlo al principio, como si una suerte afortunada se hubiera posado sobre uno y por el sólo hecho de ocupar un puesto para desarrollar una determinada empresa ya estuviera todo colmado.
A mí me lo dijeron en cuanto aparecí por el pueblo, con el cura saliente de anfitrión. Y ya conté hace tiempo cómo fue aquella recepción.
Luego volvieron a decírmelo mucho después cuando entre todas y todos culminamos la construcción del templo nuevo. Lo entendí como extensivo a cuantos contribuimos a ello y seguimos día a día el progreso de la obra, desde la nave pelada al edificio rematado y completo.
Propiamente en mi vida no he dado saltos ni me han pasado por el escalafón de peldaño en peldaño, sino que sigo estando en el mismo en que empecé. Así que no tengo sensación, ni espero tenerla, de ese nudo en la garganta y ese vacío en el estómago de quien puede ser el elegido, o el designado, para ocupar aquella plaza vacante. Que nadie declara ansiar, pero que si llegara… con humildad o sin ella, aceptaría sin rechistar.
Cuando fue elevado al solio pontificio Giuseppe Roncalli, Juan XXIII, yo era un pibe de apenas diez años. Aquel 28 de octubre de 1958 yo me encontraba recién ingresado en el convento, y no estaba para bromas. Además allí tampoco había radio y la tele ni se conocía.
El siguiente, Pablo VI, de nombre Giovanni Battista Enrico Antonio Maria Montini, me pilló un poco revolucionado, pues el 21 de junio de 1963 me pilló examinándome de quinto de bachillerato, ya fuera del convento y dejado de la mano de dios, por trasto y protestón.
Llegó a continuación Juan Pablo I, Albino Luciani, del que sí me enteré bastante; el 26 de agosto de 1978 estaba ante el televisor y le vi saludar por el balcón de la “loggia centrale” y bendecirnos a todos con su sonrisa dulce y picaruela. De él me gustó todo, hasta su nombre. Lástima que sólo fueron treinta y dos días.
Juan Pablo II, Karol Wojtyla, no me sonaba de nada. Aquel 16 de octubre de 1978 estuve muy liado en el barrio y cuando llegué por la noche de vuelta a casa el Facun me salió a dar la buena nueva: tenemos un papa con cara de hombre. Como ya conocía de sobra al Facun, me lo tomé a chunga y me puse a cenar.
Que subiera al trono Joseph Ratzinger, Benedicto XVI, estaba para mí tan cantado que no le presté mayor atención. Fui sin embargo condescendiente con mi madre, que ya por entonces, 19 de abril de 2005, estaba más en el cielo que en la tierra.
Digamos que el Papa es el Papa, y está demasiado arriba. Y ese es precisamente el problema. Por más que se diga en latín y signifique humildad, sacrificio y cruz, ese cargo saca a cualquier persona de los cánones naturales de la humanidad. Aunque pase previamente por la “sala de las lágrimas”, no debe resultar nada fácil substraerse al magnetismo de quien a partir de ese momento va a ser impropiamente llamado “Su Santidad” y “Vicario de Cristo”. Es demasiado decir.
Preferiría que sólo fuera el Sucesor del Pescador, el Obispo de Roma, Primus inter Pares. Sí, el mismo a quien Jesús le dijo en cierta ocasión: «Tú, Pedro, ponte detrás de mí y sígueme» (Mt 16, 21-27); y «Confirma a tus hermanos» (Lc 22, 31-32); y «Apacienta a mis ovejas» (Jn 21, 15-17).


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