Si hubo una Navidad sin pandereta…
A Belén se va y se viene
por caminos de alegría,
y Dios nace en cada hombre
que se entrega a los demás.
A Belén se va y se viene
por caminos de justicia,
y en Belén nacen los hombres
cuando aprenden a esperar.
Lo esperaban como rico
y habitó entre la pobreza.
Lo esperaban poderoso
y un pesebre fue su hogar.
Lo esperaban un guerrero,
y fue paz toda su guerra.
Lo esperaban rey de reyes,
y servir fue su reinar.
Lo esperaban sometido,
y quebró toda soberbia:
denunció las opresiones,
predicó la libertad.
Lo esperaban silencioso:
su palabra fue la puerta
por donde entran los que gritan
con su vida la verdad.
Navidad es un camino
que no tiene pandereta,
porque Dios resuena dentro
de quien va en fraternidad.
Navidad es el milagro
de pararse a cada puerta
y saber si nuestro hermano
necesita nuestro pan.
[Miguel Manzano]
Es posible una Epifanía sin magia…
porque
¡Siempre estás!
En las plazas y en las iglesias,
siempre estás tú.
En los mercados y en los claustros,
siempre estás tú.
En las ciudades y en los desiertos,
siempre estás tú.
En los valles y en las montañas,
siempre estás tú.
En las fábricas y salas de fiesta,
siempre estás tú.
En las playas y en los monasterios,
siempre estás tú.
En las cumbres nevadas y en los
oasis,
Siempre estás tú.
En las calles y en los corazones,
siempre estás tú...
Aunque ya no haya estrellas
y yo vaya por caminos inciertos,
tú siempre estás...
Aunque no te ofrezca nada
-ni oro ni incienso ni mirra-
tú siempre estás.
Aunque vuelva a mi hogar
en busca de paz y seguridad,
tú siempre estás.
Te veo junto a mí
en los días de éxito y favor
y en los oscuros y de tribulación.
Te veo junto a mí,
a veces delante, a veces detrás,
y también en mis flancos débiles y
sin cubrir.
Te veo junto a mí
rodeándome y protegiéndome
y también sacándome al horizonte.
Te veo junto a mí
cuando ando entre la gente
y contemplo el rostro de quienes van
y vienen.
Y cuando abro mis ojos,
ora camine ora me detenga,
es tu rostro el que me ilumina y
emociona.
En todos los lugares en los que
estoy, estás.
A todas las horas que estoy, estás;
y tu rostro encarnado, siempre me
ama más.
[Florentino Ulibarri]
Visitante, si te apetece seguir
leyendo, aquí tienes el estudio teológico y la reflexión del Papa Benedicto XVI
sobre el texto bíblico que es fuente y origen de la fiesta que hoy celebramos los
cristianos. Es una parte del capítulo IV de La Infancia de Jesús.
Los Magos de Oriente.
Cuadro
histórico y geográfico de la narración
Difícilmente
habrá otro relato bíblico que haya estimulado tanto la fantasía, pero también
la investigación y la reflexión, como la historia de los «Magos» venidos de
«Oriente», una narración que el evangelista Mateo pone inmediatamente después
de haber hablado del nacimiento de Jesús: «Jesús nació en Belén de Judá en
tiempos del rey Herodes. Entonces, unos Magos [astrólogos] de Oriente se
presentaron en Jerusalén preguntando: “¿Dónde está el Rey de los Judíos que ha
nacido? Porque hemos visto salir su estrella y venimos a adorarlo”» (2,1s).
Con
la mención del rey Herodes y el lugar del nacimiento, Belén, encontramos aquí
primero una neta determinación del contexto histórico. Se indica un personaje
bien conocido de la época y un lugar geográfico fácilmente reconocible. Pero en
ambas referencias se ofrecen al mismo tiempo elementos de interpretación.
Rudolf Pesch, en su pequeño libro Die matthäischen Weihnachtsgeschichten —los relatos de Navidad según Mateo—, ha resaltado
con énfasis el significado teológico de la figura de Herodes: «Así como al
principio del Evangelio de la Navidad (Lc 2,1-21) se menciona al emperador romano Augusto, la narración de Mateo 2 comienza de modo análogo denominando a Herodes,
“rey de los judíos”. Si allí el emperador, con sus pretensiones sobre la
pacificación del mundo, estaba en las antípodas del recién nacido, aquí está el
rey, que reina gracias al emperador, y con la pretensión casi mesiánica de ser
el redentor, al menos para el reino judío» (p. 23s).
Belén
es el pueblo natal del rey David. El significado teológico de aquel lugar se
esclarecerá todavía con mayor nitidez en el curso de la narración mediante la
respuesta que dan los escribas a Herodes acerca del lugar en el que debía nacer
el Mesías. También podría comportar una intención teológica el que la
localización geográfica se precise aún más, añadiendo «de Judá». En la
bendición de Jacob, el patriarca dice a su hijo Judá de manera profética: «No
se apartará de Judá el cetro, ni el bastón de mando de entre sus rodillas,
hasta que venga aquel a quien está reservado, y le rindan homenaje los pueblos»
(Gn 49,10). En una narración que
trata de la llegada del David definitivo, del recién nacido rey de los judíos
que salvará a todos los pueblos, se ha de percibir de algún modo esta profecía
como trasfondo.
Junto
con la bendición de Jacob hay que leer también una palabra atribuida en la
Biblia al profeta pagano Balaán. Balaán es una figura histórica de la que hay
una confirmación fuera de la Biblia. En 1967 se descubrió en Transjordania, una
inscripción en la que aparece Balaán, hijo de Beor, como un «vidente» de las
divinidades autóctonas; un vidente al que se le atribuyen anuncios de fortuna y
de calamidad (cf. Hans-Peter Müller, en lthk, II, 457). La Biblia
lo presenta como un adivino al servicio del rey de Moab, que le pide una
maldición contra Israel. Pero Dios mismo impide que Balaán lleve a efecto lo
que pretende, de manera que el profeta, en vez de una maldición, anuncia una
bendición para Israel. A pesar de ello, sigue siendo mal visto en la tradición
bíblica, como instigador a la idolatría, y muere de una forma considerada como
punitiva (cf. Nm 31,8; Jos 13,22).
Por eso adquiere más importancia aún la promesa de salvación que se le atribuye
a él, no judío y siervo de otros dioses; su promesa era conocida también fuera
de Israel. «Lo veo, pero no es ahora, lo contemplo, pero no será pronto: Avanza
una estrella de Jacob, y surge un cetro de Israel...» (Nm 24,17).
Extrañamente
Mateo, que desea presentar los acontecimientos en la vida y el obrar de Jesús
como cumplimiento de palabras veterotestamentarias, no cita este texto, que
desempeña un papel importante en la historia de la interpretación del pasaje de
los Magos de Oriente. Es verdad que la estrella de la que habla Balaán no es un
astro; la estrella que brilla en el mundo y determina su suerte es el mismo rey
que ha de venir. No obstante, la conexión entre estrella y realeza podría haber
suscitado la idea de una estrella, que sería la estrella de este rey y remitiría a él.
Así,
se puede suponer ciertamente que esta profecía no judía, «pagana», circulase de
alguna forma fuera del judaísmo y fuera motivo de reflexión para quienes
estaban en busca. Tendremos que volver a preguntarnos cómo es posible que
personas fuera de Israel hubieran visto precisamente en el «rey de los judíos»
al portador de una salvación que también les concernía a ellos.
¿Quiénes
eran los «Magos»?
Pero
ahora es preciso preguntarse ante todo: ¿Qué clase de hombres eran esos que
Mateo describe como «Magos» venidos de «Oriente»? El término «magos» (mágoi) tiene una considerable gama de significados en las
diversas fuentes, que se extiende desde una acepción muy positiva hasta un
significado muy negativo.
La
primera de las cuatro acepciones principales designa como «magos» a los
pertenecientes a la casta sacerdotal persa. En la cultura helenista eran
considerados como «representantes de una religión auténtica»; pero se sostenía
al mismo tiempo que sus ideas religiosas estaban «fuertemente influenciadas por
el pensamiento filosófico», hasta el punto de que se presenta con frecuencia a
los filósofos griegos como adeptos suyos (cf. Delling, Theologisches
Wörterbuch zum Neuen Testament, IV, p.
360). Quizá haya en esta opinión un cierto núcleo de verdad no bien definido;
después de todo, también Aristóteles había hablado del trabajo filosófico de
los magos (cf. ibíd.).
Los
otros significados mencionados por Gerhard Delling designan a los dotados de
saberes y poderes sobrenaturales, y también a los brujos. Y, finalmente, a los
embaucadores y seductores. En los Hechos de los Apóstoles encontramos este último significado: Pablo califica a
un mago llamado Barjesús «hijo del diablo, enemigo de toda justicia» (13,10),
manteniéndolo así a raya.
Los
diversos significados del término «mago» que encontramos aquí hacen ver también
la ambivalencia de la dimensión religiosa en cuanto tal. La religiosidad puede
ser un camino hacia el verdadero conocimiento, un camino hacia Jesucristo. Pero
cuando ante la presencia de Cristo no se abre a él, y se pone contra el único
Dios y Salvador, se vuelve demoníaca y destructiva.
En
el Nuevo Testamento vemos estos dos significados de «mago»: en el relato de san
Mateo sobre los Magos, la sabiduría religiosa y filosófica es claramente una fuerza
que pone a los hombres en camino, es la sabiduría que conduce en definitiva a
Cristo. Por el contrario, en los Hechos de los Apóstoles encontramos otro tipo de mago. Éste contrapone el
propio poder al mensajero de Jesucristo, y se pone así de parte de los demonios
que, sin embargo, ya han sido vencidos por Jesús.
La
primera acepción vale evidentemente para los Magos en Mateo 2, al menos en sentido amplio. Aunque no pertenecían
exactamente a la clase sacerdotal persa, tenían sin embargo un conocimiento
religioso y filosófico que se había desarrollado y aún persistía en aquellos
ambientes.
Se
ha tratado naturalmente de encontrar clasificaciones todavía más precisas. El
astrónomo vienés Konradin Ferrari d’Occhieppo ha mostrado que en la ciudad de
Babilonia, centro de la astronomía científica en épocas remotas, aunque ya en
declive en la época de Jesús, continuaba existiendo todavía «un pequeño grupo
de astrónomos ya en vías de extinción... Hay tablas de terracota con
inscripciones en caracteres cuneiformes con cálculos astronómicos... que lo
demuestran con seguridad» (p. 27). La conjunción astral de los planetas Júpiter
y Saturno en el signo zodiacal de Piscis, que tuvo lugar en los años 7-6 a. C.
—considerado hoy como el verdadero período del nacimiento de Jesús— habría sido
calculada por los astrónomos babilonios y les habría indicado la tierra de Judá
y un recién nacido «rey de los judíos».
Sobre
la cuestión de la estrella volveremos de nuevo más adelante. Por ahora queremos
dedicarnos a la pregunta sobre qué tipo de hombres eran aquellos que se
pusieron en camino hacia el rey. Tal vez fueran astrónomos, pero no a todos los
que eran capaces de calcular la conjunción de los planetas, y la veían, les vino
la idea de un rey en Judá, que tenía importancia también para ellos. Para que
la estrella pudiera convertirse en un mensaje, debía haber circulado un
vaticinio como el del mensaje de Balaán. Sabemos por Tácito y Suetonio que en
aquellos tiempos bullían en el ambiente expectativas según las cuales surgiría
en Judá el dominador del mundo, una expectación que Flavio Josefo interpreta
como referida a Vespasiano, con el resultado de que éste pasó a gozar de su
favor (cf. De bello Iud., III,
399-408).
Varios
factores podían haber concurrido a que se pudiera percibir en el lenguaje de la
estrella un mensaje de esperanza. Pero todo ello era capaz de poner en camino
sólo a quien era hombre de una cierta inquietud interior, un hombre de
esperanza, en busca de la verdadera estrella de la salvación. Los hombres de
los que habla Mateo no eran únicamente astrónomos. Eran «sabios»; representaban
el dinamismo inherente a las religiones de ir más allá de sí mismas; un
dinamismo que es búsqueda de la verdad, la búsqueda del verdadero Dios, y por
tanto filosofía en el sentido originario de la palabra. La sabiduría sanea así
también el mensaje de la «ciencia»: la racionalidad de este mensaje no se
contentaba con el mero saber, sino que trataba de comprender la totalidad, llevando
así a la razón hasta sus más elevadas posibilidades.
Basándonos
en todo lo que se ha dicho, podemos hacernos una cierta idea de cuáles eran las
convicciones y conocimientos que llevaron a estos hombres a encaminarse hacia
el recién nacido «rey de los judíos». Podemos decir con razón que representan
el camino de las religiones hacia Cristo, así como la autosuperación de la
ciencia con vistas a él. Están en cierto modo siguiendo a Abraham, que se pone
en marcha ante la llamada de Dios. De una manera diferente están siguiendo a
Sócrates y a su preguntarse sobre la verdad más grande, más allá de la religión
oficial. En este sentido, estos hombres son predecesores, precursores, de los
buscadores de la verdad, propios de todos los tiempos.
Así
como la tradición de la Iglesia ha leído con toda naturalidad el relato de la
Navidad sobre el trasfondo de Isaías 1,3, y de este modo llegaron al pesebre el buey y el asno, así también ha
leído la historia de los Magos a la luz del Salmo 72,10 e Isaías 60. Y, de
esta manera, los hombres sabios de Oriente se han convertido en reyes, y con
ellos han entrado en la gruta los camellos y los dromedarios.
La
promesa contenida en estos textos extiende la proveniencia de estos hombres
hasta el extremo Occidente (Tarsis-Tartesos en España), pero la tradición ha
desarrollado ulteriormente este anuncio de la universalidad de los reinos de
aquellos soberanos, interpretándolos como reyes de los tres continentes
entonces conocidos: África, Asia y Europa. El rey de color aparece siempre: en
el reino de Jesucristo no hay distinción por la raza o el origen. En él y por
él, la humanidad está unida sin perder la riqueza de la variedad.
Más
tarde se ha relacionado a los tres reyes con las tres edades de la vida del
hombre: la juventud, la edad madura y la vejez. También ésta es una idea
razonable, que hace ver cómo las diferentes formas de la vida humana encuentran
su respectivo significado y su unidad interior en la comunión con Jesús.
Queda
la idea decisiva: los sabios de Oriente son un inicio, representan a la
humanidad cuando emprende el camino hacia Cristo, inaugurando una procesión que
recorre toda la historia. No representan únicamente a las personas que han
encontrado ya la vía que conduce hasta Cristo. Representan el anhelo interior
del espíritu humano, la marcha de las religiones y de la razón humana al
encuentro de Cristo.
La
estrella
Pero
ahora hemos de volver aún a la estrella que, según la narración de san Mateo,
impulsó a los Magos a ponerse en camino. ¿Qué tipo de estrella era? ¿Existió
realmente?
Exegetas
de renombre, como Rudolf Pesch, opinan que esta cuestión tiene poco sentido. Se
trataría aquí de un relato teológico, que no se debería mezclar con la
astronomía. San Juan Crisóstomo había desarrollado en la Iglesia antigua una
postura similar: «Que ésta no fuera una estrella común, para mí incluso que no
fuera siquiera una estrella, sino un poder invisible que había tomado esa
apariencia, me parece consecuencia sobre todo de la trayectoria que había
tomado. En efecto, no hay una sola estrella que se mueva en esa dirección» (In
Matth., hom. VI, 2: PG 57, 64). En gran parte de la tradición de la Iglesia
se ha resaltado el aspecto extraordinario de la estrella; así, ya en Ignacio de
Antioquía (ca. 100 d. C.), que ve el sol y la luna hacer el corro en torno a la
estrella; así también en el antiguo himno de la Epifanía del Breviario Romano,
según el cual la estrella habría superado al sol en belleza y luminosidad.
Pero
no se podía dejar de plantear la pregunta sobre si, a pesar de todo, acaso no
se hubiera tratado de un fenómeno que se podía determinar y clasificar
astronómicamente. Sería un error rechazar a priori esta pregunta remitiéndose a
la naturaleza teológica de la historia. Con el surgir de la astronomía moderna,
desarrollada también por cristianos creyentes, se ha planteado nuevamente
también la cuestión sobre este astro.
Johannes
Kepler († 1630) adelantó una solución que sustancialmente proponen también los
astrónomos de hoy. Kepler calculó que entre el año 7 y el 6 a. C. —que, como se
ha dicho, se considera hoy el año verosímil del nacimiento de Jesús— se produjo
una conjunción de los planetas Júpiter, Saturno y Marte. Él mismo había notado
una conjunción semejante en 1604, a la cual se había añadido también una
supernova. Este término indica una estrella débil o muy lejana en la que se
produce una enorme explosión, de manera que desarrolla una intensa luminosidad
durante semanas y meses. Kepler creía que la supernova era una nueva estrella.
Opinaba que también la conjunción ocurrida en los tiempos de Jesús debía de
estar relacionada con una supernova; intentó explicar así astronómicamente el
fenómeno de extraordinaria luminosidad de la estrella de Belén. Puede ser
interesante en este contexto que el estudioso Friedrich Wieseler, de Gotinga,
haya encontrado al parecer en tablas cronológicas chinas que, en el año 4 a.
C., «había aparecido y se había visto durante mucho tiempo una estrella
luminosa» (Gnilka, p. 44).
El
citado Ferrari d’Occhieppo puso ad acta la teoría de la supernova. Según él, para explicar la estrella de Belén
era suficiente la conjunción de Júpiter y Saturno en el signo zodiacal de
Piscis, y pensaba que podía determinar con precisión la fecha de este fenómeno.
Es importante a este respecto que el planeta Júpiter representaba al principal
dios babilónico Marduk. Ferrari d’Occhieppo lo resume así: «Júpiter, la
estrella de la más alta divinidad de Babilonia, compareció en su apogeo en el
momento de su aparición vespertina junto a Saturno, el representante cósmico
del pueblo de los judíos» (p. 52). Dejemos los detalles. Los astrónomos de
Babilonia —afirma Ferrari d’Occhieppo— podían deducir de este encuentro de
planetas un evento de importancia universal, el nacimiento en el país de Judá
de un soberano que traería la salvación.
¿Qué
podemos decir ante todo esto? La gran conjunción de Júpiter y Saturno en el
signo de Piscis en los años 7-6 a. C. parece ser un hecho constatado. Podía
orientar a los astrónomos del ambiente cultural babilónico-persa hacia el país
de Judá, hacia un «rey de los judíos». Los pormenores de cómo aquellos hombres
han llegado a la certeza que los hizo partir y llevarlos finalmente a Jerusalén
y a Belén, es una cuestión que debemos dejar abierta. La constelación estelar
podía ser un impulso, una primera señal para la partida exterior e interior.
Pero no habría podido hablar a estos hombres si no hubieran sido movidos
también de otro modo: movidos interiormente por la esperanza de aquella estrella
que habría de surgir de Jacob (cf. Nm 24,17).
Que
los Magos fueran en busca del rey de los judíos guiados por la estrella y
representen el movimiento de los pueblos hacia Cristo significa implícitamente
que el cosmos habla de Cristo, aunque su lenguaje no sea totalmente descifrable
para el hombre en sus condiciones reales. El lenguaje de la creación ofrece
múltiples indicaciones. Suscita en el hombre la intuición del Creador. Suscita
también la expectativa, más aún, la esperanza de que un día este Dios se
manifestará. Y hace tomar conciencia al mismo tiempo de que el hombre puede y
debe salir a su encuentro. Pero el conocimiento que brota de la creación y se
concretiza en las religiones también puede perder la orientación correcta, de
modo que ya no impulsa al hombre a moverse para ir más allá de sí mismo, sino
que lo induce a instalarse en sistemas con los que piensa poder afrontar las
fuerzas ocultas del mundo.
En
nuestra narración pueden verse las dos posibilidades: ante todo, la estrella
guía a los Magos sólo hasta Judea. Es del todo normal que en su búsqueda del
recién nacido rey de los judíos fueran a la ciudad regia de Israel y entraran
en el palacio del rey. Era de suponer que el futuro rey habría nacido allí.
Después, para encontrar definitivamente el camino hacia el verdadero heredero
de David, necesitan la indicación de las Sagradas Escrituras de Israel, las
palabras del Dios vivo.
Los
Padres han destacado aún otro aspecto. Gregorio Nacianceno dice que, en el
momento mismo en que los Magos se postraron ante Jesús, la astrología había
llegado a su fin, porque desde aquel momento las estrellas se moverían en la
órbita establecida por Cristo (Poem. dogm., V, 55-64: PG 37,
428-429). En el mundo antiguo los cuerpos celestes eran considerados como poderes
divinos que decidían el destino de los hombres. Los planetas tienen nombres de
divinidades. Según la opinión de entonces, dominaban de alguna manera el mundo,
y el hombre debía tratar de avenirse con estos poderes. La fe en el Dios único
que muestra la Biblia ha realizado muy pronto una desmitificación al llamar con
gran sobriedad al sol y a la luna —las grandes divinidades del mundo pagano—
«lumbreras» que Dios puso en la bóveda celeste (cf. Gn 1,16s).
Al
entrar en el mundo pagano, la fe cristiana debía volver a abordar la cuestión
de las divinidades astrales. Por eso Pablo insiste con vehemencia en sus cartas
desde la cautividad a los Efesios y a los Colosenses en que Cristo resucitado
ha vencido a todo principado y poder del aire y domina todo el universo.
También el relato de la estrella de los Magos está en esta línea: no es la
estrella la que determina el destino del Niño, sino el Niño quien guía a la
estrella. Si se quiere, puede hablarse de una especie de punto de inflexión
antropológico: el hombre asumido por Dios —como se manifiesta aquí en su Hijo
unigénito— es más grande que todos los poderes del mundo material y vale más
que el universo entero.
De
paso en Jerusalén
Es
hora de volver al texto del Evangelio. Los Magos han llegado al presunto lugar
del vaticinio, al palacio real de Jerusalén. Preguntan por el recién nacido
«rey de los judíos». Ésta es una expresión típicamente no judía. En el ambiente
hebreo se hubiera hablado del rey de Israel. En efecto, el término «pagano»,
«rey de los judíos», vuelve a aparecer únicamente en el proceso a Jesús y en la
inscripción en la cruz, utilizado en ambos casos por el pagano Pilato (cf. Mc 15,9; Jn
19,19-22). Por tanto, se puede decir que aquí —cuando los primeros paganos
preguntan por Jesús— se transparenta de algún modo el misterio de la cruz, que
está indisolublemente unido con la realeza de Jesús.
Esto
se anuncia con bastante claridad en la respuesta a la pregunta de los Magos por
el rey recién nacido: «El rey Herodes se sobresaltó y todo Jerusalén con él» (Mt 2,3). Los exegetas hacen notar que era ciertamente
muy comprensible el sobresalto de Herodes ante la noticia del nacimiento de un
misterioso pretendiente al trono. Pero resulta más difícil entender por qué
motivo debía alarmarse en aquel momento todo Jerusalén. Tal vez se trate aquí
de una alusión anticipada a la entrada triunfal de Jesús en la ciudad santa la
vigilia de su Pasión, a propósito de la cual Mateo dice que «toda la ciudad se
sobresaltó» (21,10). En cualquier caso, las dos escenas en las que de alguna
manera aparece la realeza de Jesús resultan así enlazadas una con otra y, al
mismo tiempo, conectadas con la temática de la Pasión.
Me
parece que la noticia de la agitación de la ciudad tiene sentido también por lo
que se refiere al momento de la visita de los Magos. Con el fin de aclarar la
cuestión sobre el pretendiente al trono, extremadamente peligrosa para Herodes,
éste «convocó a los sumos pontífices y a los letrados del país» (Mt 2,4). Una reunión como ésta, y su finalidad, no podía
mantenerse en secreto. El nacimiento presunto o real de un rey mesiánico
traería sólo contrariedad y tribulación a los de Jerusalén. Éstos conocían muy
bien a Herodes. Lo que en la gran perspectiva de la fe es una estrella de
esperanza, para la vida cotidiana es en un primer momento sólo causa de
agitación, motivo de preocupación y de temor. Y, en efecto, Dios estorba
nuestra vida cotidiana. La realeza de Jesús y su Pasión van juntas.
¿Cómo
respondió esta alta asamblea a la pregunta sobre el lugar del nacimiento de
Jesús? Según Mateo 2,6, con una
sentencia compuesta con palabras del profeta Miqueas y el Segundo Libro de Samuel: «Y tú, Belén, tierra de Judá, no eres ni mucho menos
la última de las ciudades de Judá; pues de ti saldrá un jefe [cf. Mi 5,1] que será el pastor de mi pueblo Israel [cf. 2
S 5,2]».
Citando
estas palabras, Mateo ha introducido dos matices diferentes. Aunque la mayor
parte de la tradición del texto, y en particular la traducción griega dice:
«[Tú eres] la más pequeña para estar entre las capitales de Judá», Mateo
escribe: «No eres ni mucho menos la última de las ciudades de Judá.» Ambas
versiones del texto dan a entender —de manera diversa una de otra— la paradoja
del obrar de Dios que recorre todo el Antiguo Testamento: lo que es grande nace
de lo que según los criterios del mundo parece pequeño e insignificante, mientras
que lo que a los ojos del mundo es grande se disgrega y desaparece.
Así
sucedió, por ejemplo, en la historia de la llamada de David. Hubo que llamar al
hijo menor de Jesé, que en aquel momento pastoreaba las ovejas, para ungirlo
rey: no importan su prestancia y alta estatura, sino su corazón (cf. 1 S 16,7). Una palabra de María en el Magnificat compendia esta constante paradoja del obrar de Dios:
«Derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes» (Lc 1,52). La versión veterotestamentaria del texto, en
el que se describe a Belén como pequeña entre las capitales de Judá, muestra
claramente esta forma del obrar divino.
En
cambio, cuando Mateo escribe: «No eres ni mucho menos la última de las ciudades
de Judá», ha eliminado esta paradoja sólo en apariencia. A la pequeña ciudad,
considerada en sí misma insignificante, ahora se la reconoce en su verdadera
grandeza. De ella saldrá el verdadero Pastor de Israel: en esta versión del
texto aparecen juntas tanto la valoración humana como la respuesta de Dios. Con
el nacimiento de Jesús en la gruta a las afueras de la ciudad, la paradoja se
confirma una vez más.
Con
esto llegamos a la segunda matización: Mateo ha añadido a la palabra del
profeta aquella afirmación ya mencionada del Segundo Libro de Samuel (cf. 5,2), que allí se refiere al nuevo rey David, y
que ahora alcanza su pleno cumplimiento en Jesús. Se describe al futuro
príncipe como Pastor de Israel. Se alude así al cuidado amoroso y a la ternura
que distinguen al verdadero soberano como representante de la realeza de Dios.
La
respuesta de los jefes de los sacerdotes y de los escribas a la pregunta de los
Magos tiene sin duda un contenido geográfico concreto, que resulta útil para
los Magos. Pero no es únicamente una indicación geográfica, sino también una
interpretación teológica del lugar y del acontecimiento. Que Herodes saque sus
conclusiones, es comprensible. Sorprende sin embargo que los versados en la
Sagrada Escritura no se sientan impulsados a tomar las decisiones concretas que
ello comporta. ¿Se puede vislumbrar tal vez en esto la imagen de una teología
que se agota en la disputa académica?
Adoración
de los Magos ante Jesús
En
Jerusalén, la estrella ciertamente se había ocultado. Después del encuentro de
los Magos con la palabra de la Escritura, la estrella les vuelve a brillar. La
creación, interpretada por la Escritura, vuelve a hablar de nuevo al hombre.
Mateo recurre a superlativos para describir la reacción de los Magos: «Al ver
la estrella, se llenaron de inmensa alegría» (2,10). Es la alegría del hombre
al que la luz de Dios le ha llegado al corazón, y que puede ver cómo su
esperanza se cumple: la alegría de quien ha encontrado y ha sido encontrado.
«Entraron
en la casa, vieron al niño con María, su madre, y cayendo de rodillas lo
adoraron» (Mt 2,11). En esta frase
llama la atención la falta de san José, que es el punto de vista desde el cual
Mateo escribió el relato de la infancia. Durante la adoración a Jesús
encontramos sólo a «María, su madre». Todavía no he hallado una explicación del
todo convincente para esto. Hay algún que otro pasaje del Antiguo Testamento en
el que se atribuye a la madre del rey una importancia particular (p. ej. Jr 13,18). Pero quizá esto no es suficiente.
Probablemente está en lo cierto Gnilka cuando dice que Mateo pretende traer a
la memoria el nacimiento de Jesús de la Virgen y describir a Jesús como el Hijo
de Dios (p. 40).
Ante
el niño regio, los Magos adoptan la proskýnesis, es decir, se postran ante él. Éste es el homenaje que se rinde a un
Dios-Rey. De aquí se explican los dones que a continuación ofrecen los Magos.
No son dones prácticos, que en aquel momento tal vez hubieran sido útiles para
la Sagrada Familia. Los dones expresan lo mismo que la proskýnesis: son un reconocimiento de la dignidad regia de aquel
a quien se ofrecen. El oro y el incienso se mencionan también en Isaías 60,6 como dones que ofrecerán los pueblos como
homenaje al Dios de Israel.
La
tradición de la Iglesia ha visto representados en los tres dones —con algunas
variantes— tres aspectos del misterio de Cristo: el oro haría referencia a la
realeza de Jesús, el incienso al Hijo de Dios y la mirra al misterio de su
Pasión.
En
efecto, en el Evangelio de Juan
aparece la mirra después de la muerte de Jesús: el evangelista nos dice que
Nicodemo, para ungir el cuerpo de Jesús, llevó mirra, entre otras cosas (cf.
19,39). Así, el misterio de la cruz enlaza de nuevo a través de la mirra con la
realeza de Jesús, y se anuncia con antelación de manera misteriosa ya en la
adoración de los Magos. La unción es un intento de oponerse a la muerte, que
sólo con la corrupción llega a ser definitiva. Cuando las mujeres fueron al
sepulcro la mañana del primer día de la semana para la unción, que no se había
podido hacer la misma tarde de la crucifixión ante el inmediato comienzo de la
fiesta, Jesús ya había resucitado de entre los muertos. Ya no tenía necesidad
de la mirra como un remedio contra la muerte, porque la misma vida de Dios
había vencido a la muerte.
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