Hoy han celebrado las
del Hogar una fiesta. Cierran así este curso y se despiden hasta septiembre.
Irene ha prometido convocarlas dentro de poco para poner los deberes, no sean
que se envicien con la quietud. Pero no creo que vayan a seguir festejándolo.
Cuando las señoras
hacen fiesta, hacen comida; y cuando comen, siempre dejan. ¿Las sobras? A mi
casa, “para que cenes esta noche”. Normalmente declino el regalo, o lo acepto y
se lo paso a Pilar para que lo administre a su manera. Pero esta noche, al ver
la tortilla de patata, he caído… en la tentación.
Me la he comido toda.
Eran porciones de varias versiones de la exquisita receta española. Lástima que
ninguna tenía cebolla y una sola poco hecha. Aún así no he dejado ni una miga.
Pero, cachis la mar,
esa sal…
Ya no recuerdo cuando
me borré de usarla. Creo que empezó la cosa cuando mi médica favorita me preguntó de manera rutinaria si echaba mucha en la comida, allá por mi 50º cumpleaños, que parece es la fecha en que el colesterol, la tensión y la próstata pasan a ser motivo de preocupación de los galenos respecto de sus pacientes de sexo V. Pero se consumó cuando cuidé de mis padres y me convertí en el amo y señor de los fogones familiares. No hay en mi cocina ni un solo grano. Todo, al natural.
De esta suerte, comer
fuera de casa –o comer en casa algún guiso regalado– se ha convertido para mí
en una forma sutil y perversa de suplicio: me gusta que me inviten, pero
siempre como salado. Y es especialmente desagradable. Incluso nadar en el mar
me disgusta por la sal que se me queda en los labios.
El caso es que ahora
tengo mucho sueño y me apetece estar en la cama dormido; pero tengo mucho reseco,
y estoy necesitado del agua fría de mi frigo. ¡Qué digo necesitado!
¡¡¡Muerto de sed!!!
Dar de beber al sediento es una obra de caridad, sin merito en mi monasterio rodeado de agua por todas partes, por aquí todo el mundo sacia su sed. Un saludo.
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