Ayer me tocó migrar, por ser domingo, a otra piscina. La del Matadero la cierran los festivos al mediodía, y servidor no puede hacer su habitual serie natatoria a la hora que le peta en el lugar que le mola. De modo que tiré la moneda al alto, la
Victoria o Parquesol, y salió la que está arriba en la montaña. Para allá me dirigí.
La más moderna piscina municipal de mi ciudad tiene sólo una pega, una cúpula por techo. Es preciosa, con varias albercas de diferentes larguras y profundidades, dos yacusis y un ventanal que ocupa toda la pared norte que la hace sumamente luminosa. Incluso hay una bañera pequeñita, en forma de riñón, que no sé qué utilidad pueda ofrecer, pero al menos como adorno peta. Pero, el techo circular…
El caso es que estaba yo por mi vuelta veinte, más o menos, y, a pesar de que el que compartía conmigo calle ni me molestaba ni me entorpecía, empecé a notar cierto cansancio. ¡Ostras, tú!, me dije. ¿Qué pasa aquí? Cansancio a estas alturas…
miguelangel ¿estás empezando a hacerte viejo? No suelo dejar que pensamientos de esta guisa aniden en mí, de modo que rápido lo deseché. Seguí braceando hasta completar el cupo habitual, 27 por dos, 54 largos; treinta y cinco minutos. ¡Qué raro!, volví a pensar. Y lo dejé de nuevo.
Ya en casa, los brazos y hombros una pizca aturdidos, volví a darlo en cavilar… Normalmente, a diario, salgo del agua fresco y relajado. Sin embargo cada vez que me toca Parquesol al salir como que he trabajado más o el líquido está más denso o…
¡Zas! Por supuesto, la culpa la tiene el maldito techo. Sólo allí me han llamado la atención por invadir la otra parte de la calle, por dar manotazos al personal o por haberle entorpecido en su camino. Sólo en ella, pierdo referencias al nadar de espalda y cuando quiero apercibirme estoy medio atravesado. Sólo allí miro y remiro para poder zambullirme en alguna calle central desde donde tener como punto de mira el rosetón central. De otra manera, en las alejadas, no sé si voy o vengo.
Ayer tarde estuve más pendiente de que mi hombro no perdiera contacto con la baliza lateral que de nadar propiamente. Y en ello empleé demasiada energía, incluso forcé mucho el cuello para tenerla a ojo. La tensión y el esfuerzo hicieron que trabajara en lugar de disfrutar, contraerme en vez de relajarme. Y de ahí el cansancio, con toda seguridad.
Pero no por ello dejé lo de la vejez en el olvido. Hoy, Martín Jelabert, dominico de pro a quien no tengo el gusto de conocer, pero al que leo a diario en su blog de la Orden de Predicadores, va y escribe sobre ello: “Lozano y frondoso en la vejez”. Y lo hace bien.
Me gusta la palabra “viejo”. “Mayor” la uso sólo por deferencia hacia otras personas, por no herirlas, para no molestar. “Anciano” es mucho mejor, pero en estos tiempos que corren parece que no está en la lista. Viejo es la más castellana y veraz, ni engaña ni disimula, tampoco anula.
Viejo era el señor Tasio, y era el alma de aquella familia. Sus tres hijos recibieron el testigo, y hacían ellos lo que antes hizo él solito y con su par de mulas. Con dos. Claro que ahora era con cosechadora de cuatro metros de peine, y tractores de muchos caballos, y arados que parecían monstruos salidos de una peli de terror. Pero cuando ellos aparecían por la era, el señor Anastasio ya la tenía barrida, a punto las herramientas y habilitadas las máquinas de engrasar. Porque eso había que hacerlo sin falta todos los días a primera hora. Llegado el momento del almuerzo todo el mundo paraba, pero él seguía trajinando entre montones de cebada y de trigo, de lentejas y de vezas. No paraba hasta la hora de comer. Desaparecía a paso quedo. Volvía en cuanto satisfacía la necesidad, y seguía haciendo cosas hasta que el sol desaparecía.
Era viejo, pero en su vejez sabía y hacía tanto como ellos, pero a su ritmo, ahorrando esfuerzos, economizando sudores, dosificando fuerza que no maña. De maña andaba sobrado.
Los viejos de mi pueblo siempre estuvieron activos. Los que lo lograron. Y a ellos y a ellas se debía que las cosas aparentemente poco importantes, esas que siempre se dejan para luego en medio de las prisas por recoger la cosecha, aviar la casa o
preparar sementeras, estuvieran a punto: limpiar arroyos, adecentar entradas de parcelas, tener ordenados los enseres, alimentar animales domésticos, aceitar bisagras, tapar roderas para evitar charcos y barro… En fin, esas cosas sin mayor importancia.
Ellos cuidaban las pocas huertas que fueron quedando y gracias a su trabajo lento, callado, anodino, aún se comían entonces tomates, lechugas, pepinos… y perucos.
Ahora a los viejos les llevan de excursión o viajan con el Inserso. Caminan por la calle y recorren parques y plazas. Algunos nadan, otros asisten a cursos de informática, otros y otras participan en actividades de manualidades, bailes o expresión corporal…
La gran mayoría de los viejos que conozco se hacen cargo de los nietos y cuidan a sus hijos que, por culpa del trabajo, ni cocinan, ni limpian, ni disfrutan. Esta tarde tenemos catequesis; vendrán abuelos y abuelas, y harán corro y tertulia; esperarán una hora haciendo tiempo, mientras niños y niñas, sus nietos, entran y salen; y entre medias, cantando, dialogando y rezando, van conociendo a Jesús y descubren ser cristianos.
Jesús e Isabel eran viejos ya hace muchos años, casi veinte. Cuidaban su casa y su familia; ella llevaba el hogar parroquial y él atendía su huerto; por navidad y en las fiestas del barrio nunca me faltó una tortilla de patata, una ensaladilla rusa, unas croquetas de jamón, “mientras yo viva” decía ella. Las últimas uvas de la parra de Jesús las comí la pasada nochevieja.
De pronto, un infarto cerebral paralizó a Jesús, noqueó a Isabel. Acaba de venir a despedirse y a darme posiblemente su último óbolo, la limosna postrera; se va ella también a la residencia donde espera Jesús desde hace quince días. Van a cuidarse mutuamente.
¡Vaya vejez me espera sin nietos que llevar y traer, sin eras que barrer y sin casa que mantener abierta…
Volveré a leer “LAS
PUERTAS DE LA TARDE.
ENVEJECER CON ESPLENDOR”, Ed. Sal Terrae, Santander 2007 (3ª ed), de Dolores Aleixandre, para seguir haciéndome a la idea.
madremiademivida!! Pero si yo no hago ni tres largos!!
ResponderEliminarMe ha entrado taquicardia sólo con leerte...
Pues Míguel vente pacá, que estamos preparando un geriátrico en esta casa, las rampas están puestas, tenemos silla de ruedas y por falta de una , dos grúas, una cama eléctrica, bueno todo esto ahora está prestado, pero si lo necesitamos lo podemos recuperar.
ResponderEliminarAdemás podemos dedicarnos a la jardinería, a cuidar de las gallinas, a nadar. En fin aquí tenemos un chollo para compartir.
Yo les digo a mis alumnos que me hagan caso porque soy una "anciana venerable", y en hablar de cuidar a enfermos tengo mucha experiencia, ellos se parten de risa.
Besos y no te preocupes ¡ hombre ! qué todo se solucionará
Carmen, nadar es como andar; si respiras bien, igual que das el paso, das la brazada. Prueba y verás.
ResponderEliminarLaura, ya lo tengo pensado; esa montaña alicantina y próxima al Mediterráneo pinta muy bien para jubilados jubilosos. A mi mamá siempre la gustó. Y yo… soy hijo suyo.
Si además hay extras, mejor que mejor. Achuchones.
¡Ah! y no vuelvas a esa piscina que tanto te entorpece y te disgusta, ya que puedes elegir, al menos entre dos, vete a la otra, por dios, y no nos des estos disgustos de que no llegas a las 54 largos, por dios, por dios, Míguel que casi me preocupo y todo. ¡Cuando yo aprenda a nadar te vas a enterar!.
ResponderEliminarBesos
¡Ya estás tardando! ¡Y no "te se" ocurra decir que no tienes edad o que ya nadan las ranas!
ResponderEliminar¡Lo que ibas a disfrutar!
Besos