Tengo que mirarme ese
gusto que tengo por los gerundios. Pero ha ocurrido así, no había otra manera
de llegar. Apenas dejamos el caserío a nuestra espalda la niebla se cebó sobre
nosotros. Y todo el recorrido no pudo ser sino a través de la espesa niebla
que ya desde anoche descendió sobre este territorio. Duro resulta soportarla
durante tanto tiempo. ¿Tal vez un mes?
Al confort del
habitáculo rodante, sin prisas pero sin pausa, y más en silencio que otra cosa,
nos fuimos alejando de la gran ciudad; al principio en lenta caravana, en fila
india para no rozarnos con la otra fila que venía; luego en solitario, pero
puesta la mirada fijamente al frente, por si acaso. Y llegamos al desierto, donde el valle
estaba desaparecido. Todo dominado por la espesa blancura, empezamos a caminar,
más intuyendo que viendo, más recordando que siguiendo.
No era fría la
mañana, eso al menos parecía. Quizás fuera el mucho abrigo que llevaba; quizás,
las ganas de volver a pisar aquellos campos y disfrutar de la libertad de mis
amigos que, puestas sus patas sobre el suelo, desaparecieron, se los tragó la
nada. No volvimos a saber de ellos hasta que hartos de correr, volvieron
hambrientos y cansados. ¿Cansados ellos? ¡Imposible!
Más solos que la una,
hicimos el camino de ida y de vuelta oteando por qué rincón del horizonte
pudieran aparecer. No había que alargar mucho la mirada para alcanzar el límite,
sólo y apenas unos metros, entre la densidad opaca de la bruma.
Y puesto que el
infinito estaba vetado, aproveché para fijarme en lo cercano. Sí, eso que suele
pasar desapercibido cuando uno se pone en plan explorador y se cree capaz de
comerse el mundo. En las distancias cortas los árboles, las ramas, las hojas y hasta
las gotas pasan a ser el único escenario perceptible; el resto no interesa, es universo
inabarcable. Fue una mañana de detalles.
Así fue como fue
todo. Tardó mucho en vencer el sol. Cuando lo hubo conseguido, se desentrañó el misterio.
No había tal. Era sólo niebla.
Una consideración final, como en los
juicios de la cinco. Cuando me toca adentrarme en la niebla, me entran unas
ganas de pegarla manotazos… Pero al pronto me acuerdo de mi muy querido Don
Quijote pegándole mandobles al molino creyéndole gigante, y como que me corto,
me amilano, y hasta me avergüenzo; y se me sube el pavo, y noto calor en los
carrillos, y miro para un lado y para otro por si alguien me está mirando y se
ríe. Bajo los brazos, meto las manos en los bolsillos y con la cabeza gacha
sigo mi camino.
Las fotos preciosas Miguel Angel...y la niebla tanto tiempo es para aburrirse...no me extraña que intentes sacudirla para disiparla...en Barcelona hace sol cada dia y llevamos un invierno muy soportable...
ResponderEliminarUn abrazo