“Tenía la verdad en la boca como la brasa del cigarro” es una frase que se me quedó de mis años estudiantiles. Ignoro a qué obra literaria pertenece. Pido el favor a Google y encuentro: La tercera palabra, de Alejandro Casona, 1953. La referencia completa es: “Tendrías que haberle conocido. Alto, fuerte, hermoso, con la verdad siempre en la boca como la brasa de un cigarro. Cuando se lanzaba al galope, hasta los caballos más bravos le temblaban entre las espuelas. Pero después, junto al fuego, contaba historias prodigiosas, y me enseñaba el canto de los pájaros”.
Pero no me resisto a copiar toda la página 16 que la contiene, porque me parece una joya preciosa este diálogo tomado de la obra original:
“PABLO. - No te sonrías tanto, que la partida no ha terminado todavía. Te dejaré enseñarme a leer, pero de escribir ¡ni hablar!
MARGA. - ¿Por qué no?
Pablo. - ¿Podrías enseñarme este libro?
MARGA. - No, así seguro que no.
PABLO. - Y si no se escribe así, ¿vale la pena escribir?
MARGA. - Puede ser útil. Es una manera de hablarse la gente desde lejos. ¿Recuerdas lo que me dijiste antes? Si yo estuviera en aquella montaña me llamarías gritando: "¡Margáaa!". Pero si estuviera veinte montañas más allá, ¿de qué te serviría gritar?
PABLO. - Iría a buscarte a caballo.
MARGA. - Y si en lugar de veinte montañas estuviera veinte países más allá, al otro lado del mar, ¿de qué te serviría el caballo?
PABLO (la mira inquieto). - ¿Qué quieres decir? ¿Es que piensas marcharte?
MARGA. - Hoy, quizá no; pero puede ser mañana. Algún día tendrá que ser.
PABLO (ronco). - Entonces, ¿por qué has venido? Si de marcharte es mejor ahora, ¡ahora mismo!
MARGA.- Entiéndeme, Pablo, no se trata de eso. Te pregunto simplemente: si yo estuviera muy lejos y quisieras llamarme, serían inútiles el grito y el caballo... Tendrías que escribirme, ¿no?
PABLO. - Contesta tú primero. Si estuvieras en el fin mundo y yo te escribiera llamándote, - ¿vendrías?
MARGA. - ¡Quién puede saberlo!
PABLO. - Contesta, Marga. Vendrías, ¿sí o no?
MARGA (le mira largamente. Baja los ojos y la voz). Vendría.
PABLO. - Entonces, está bien: enséñame a escribir.
MARGA. - Gracias otra vez. ¿Quieres que empecemos ya?
PABLO (pasea agitado). - No; ahora, no. Son demasiadas cosas nuevas para un día solo.
MARGA. - ¿Prefieres que hablemos de las tuyas?
PABLO. - ¿Cuáles?
MARGA. - Tu vida en la montaña. .., tu padre...
PABLO. - Eso sí; de mi padre me estaría hablando toda la vida sin cansarme.
MARGA. - ¿Tanto le admirabas?
PABLO (vuelve a su lado). - Tendrías que haberle conocido. Alto, fuerte, hermoso, con la verdad siempre en la boca como la brasa de un cigarro. Cuando se lanzaba al galope, hasta los caballos más bravos le temblaban entre las espuelas. Pero después, junto al fuego, contaba historias prodigiosas, y me enseñaba el canto de los pájaros.
MARGA. - ¿Pero puede aprenderse el idioma de los pájaros?
PABLO. - Es muy fácil: no tienen más que cuatro palabras; una para el peligro, otra para la comida, otra para desafiarse los machos y otra para llamar a la hembra. ¿Para qué quieren más?
MARGA. - ¿Y tu padre lo sabía?
PABLO. - ¡Mi padre lo sabía todo! Lo que no comprendo, ahora que te conozco, es por qué tenía tanto odio a las mujeres.
MARGA. - ¿Nunca te habló de eso?
PABLO. - Nunca. A veces iban algunos amigos a cazar con nosotros; entonces bebían vino y empezaban a hablar de mujeres... Pero en cuanto mi padre las oía nombrar soltaba una palabra dura y redonda como un puñetazo. Las tías dicen que es una palabra fea, que no se debe repetir. ¿La digo?
MARGA. - No, no hace falta; la imagino.
Esa descripción no corresponde con el recuerdo que tengo de mi padre, salvo en lo de montar a caballo y lo de la brasa del cigarro.
Mi padre no es que no dijera mentiras, no las decía a sabiendas. Para él las cosas eran “sí o no, como Cristo nos enseña”. Y si en alguna le pillaba era desconocimiento, o una descarada demostración para que no preguntara porque no quería responder.
Era de fiar en las cosas pequeñas y en las grandes, y junto a él los problemas y las dificultades no dejaban de existir, pero se hacían más cómodas de llevar y su solución llegaba, tarde o temprano.
Milagros nunca supo hacer, en eso era totalmente humano. Pero ¡qué seguridad ofrecía saber que allí estaba él!
Seis años hace ya que murió como durmiéndose. A veces pienso que lo está, y me digo luego voy y se lo comento, si alguna preocupación o alegría me embarga y no tengo a mano con quien compartirlo.
Sé que con estas melodías disfrutabas. Hazlo también ahora.
Y esto más, que se lo hacías tocar a mamá en el piano, mientras tú lo tarareabas por lo bajo desde el cuarto de estar.
:). Me gustaría que mis hijos me recordaran de parecida manera. Espero que recuerden mi música favorita, seguramente cualquier fragmento de clásica les valdría. Beso.
ResponderEliminarEs útil la memoria. El otro día hablabas de la que se pierde y hoy hablas de la que se conserva. De la traidora, porque pierde los afectos por los recovecos de la cabeza, y de la amable, porque te los trae de nuevo como si todavía te estuvieran abrazando, como si estuvieras todavía abrazando, sobre todo. Quizá porque el amor se compone de pequeños gestos que se entregan.
ResponderEliminar