En cuanto empezaba el trabajo de recogida de la cosecha, entonces se llamaba hacer el verano, en mi pueblo no se paraba salvo para comer, dormir y hacer las necesidades fisiológicas. Todo el tiempo era poco para emplearlo en terminar viendo el grano en la panera y la paja en el pajar. Incluso los señores curas del pueblo, don Donino y don Dionisio que en gloria estén, aviaban una misa los domingos a una hora tempranera en exceso para que todo el personal cumpliera el precepto.
Cuando las cosas se hacían con energía animal, incluso la noche servía para acarrear la mies de las tierras a la era, o para apurar la jornada aventando la parva y ensacando el grano.
Cuando entró la mecánica las cosas se ajustaron un algo a la humedad ambiental; ni la cosechadora podía trabajar demasiado pronto o demasiado tarde, ni la trilladora cumplía bien con su oficio en según qué circunstancias. En cuanto a la máquina atadora, luego nominada empacadora, también tenía sus melindres con el tiempo que hiciera. La gavilladora ya había marcado diferencias con lo puramente manual, pero no con tanto rigor y exigencia. Y el señor cura del pueblo, entonces era don Toribio que también esté en la gloria, decidió que para misa nada de madrugar, todos a las diez, que había día suficiente para la recolección. Entre engrasar las máquinas y reparar desperfectos, unido al posible rocío mañanero, era difícil salir al campo a cosechar antes de esa hora.
El caso es que empezar el verano era comenzar una carrera contra el reloj… y contra los nublaos. Porque si algo se temía en mi pueblo en verano era que llegara el rayo y el pedrisco, que en un visto y no visto se llevaba el trabajo entero del año.
En esa secuencia casi inhumana de fechas de trabajo duro y continuo había pequeños espacios para el relajamiento, el trago de vino y los cantes. ¡Cómo recuerdo a media mañana la hora del almuerzo, sobre las diez, todos en corro a la sombra de la caseta! También la vuelta al pueblo con el bálago hasta arriba, dormidos todos o distraídos contando historias porque el ganado sabía de memoria cómo encontrar el camino de regreso. Y cómo olvidar la fiesta final, todo recogido y a buen recaudo, con la era barrida y ellos y ellas bailando animados por el vino regalado y la soldada recibida. Así, más o menos fue mi niñez.
Luego, ya mayorcito, y por culpa de las innovaciones tecnológicas, el trabajo humano se fue haciendo más ligero; pero había remates que requerían un cierto detalle porque en ello iba la ganancia. Si el grano no iba del todo limpio, en la venta se perdían unos céntimos; si llevaba humedad, también. Al final, podía resultar que de no tener cuidado no te lo cogían en el silo ni regalándolo.
Para evitar ese final tan nefasto, el grano húmedo se extendía para que se secara, y el sucio se repasaba con una aventadora.
A mí me tocó en la lotería realizar esta última faena. De modo y manera que me pasaba los cuarenta o cincuenta días de veraneo a la sombra de la panera, con una pequeña máquina aventadora Ajuria nº 0, repasando el grano y pasándolo ya limpio de un lado al otro del enorme almacén donde esperaría ya el salto final para la venta.
Primero fue dando a la zanca; y cuando incorporamos un motor eléctrico a la máquina y dos tubos sinfín para la carga y la retirada, dándole a la pala, arrimando y desarrimando. En fin, que me tiraba todo el santo día en medio del polvo consiguiente y del ruido subsiguiente.
Había sin embargo dos días memorables. No porque importaran en sí mismos, sino porque suponían un descanso: el 18 de julio y el día de Santiago. Esos días eran tan señalados que estaba prohibido trabajar. No se recibían por gusto, quiá; no había más remedio. Pero de que llegaban, benditos ellos. No había nada que hacer, eran completamente vacíos; salvo la misa mayor del 25 en honor de Santiago. Así que el bar del Sindicato y el tute ocupaban su parte central. El resto, charlar a la sombra del patio, porque fuera todo era fuego.
El día de Santiago Apóstol eran mis vacaciones dentro de las vacaciones. Lástima que el pequeño pueblo no tuviera otra cosa que ofrecer, y que yo no supiera cómo disfrutarlo de otra manera que no fuera no haciendo nada. Aún así, para mí el día 25 de julio siempre ha sido y será un buen día.
Yo conocí esos procesos, hechos de todas las formas, desde la más primaria (trillar con trillo, aventar con bieldo y separar con criba) hasta la cosechadora (que hacía todo en el tajo), pasando por la trilladora y la aventadora. Y ahora, leyéndote, he entendido la función de la cámara, esa habitación vacía donde no cabía un hombre de pie, entre el cielo raso de la habitación y el tejado, donde se extendía el grano antes de envasarlo en los costales, tras darle la última limpieza. En aquella habitación hacía un calor de mil demonios y servía para secar le grano definitivamente o mantener seco todo el año aquel que se guardaba ya envasado para el consumo propio.
ResponderEliminarDe las fiestas, que eran como dices, recuerdo más las de la vendimia, quizá porque el amo ocupaba más terreno en los viñedos que en los cereales. Guardo una imagen fija, y no sé por qué, de cuando se segaba a mano: los segadores escondían los dedos de su mano izquierda en un juego de dediles hechos de caña, para resguardarse de los cortes de la espiga, que eran como navajas.
Qué tiempos aquellos, donde lo principal era la miseria de la gente.
Son buenos recuerdos, porque forman parte de una niñez y juventud sana, la que te tocó vivir, afortunada aunque laboriosa. Es el milagro de la vida en cada primavera.
ResponderEliminarOtro gallo cantaría si hubieran agostado esa alegría con malos tratos. Tiempos aquellos, buenos por ser los nuestros y nosotros lozanos. Las enormes diferencias con los actuales son lo de menos, lo importante siempre resulta siendo el amor con que se vivieron y se recuerdan; al igual que el amor con que nuestros pequeños afortunados (los mios concretamente) viven los suyos y mi enorme fortuna de poder ser testigo. Siempre dando gracias. Beso.