Ya que hablamos de santos…

 
Unos han nacido santos,
otros alcanzan la santidad,
otros la reciben sin buscarla...“.
Se declaró el fuego en un pozo petrolífero, y la compañía solicitó la ayuda de los expertos para acabar con el incendio. Pero el calor era tan intenso que no podían acercarse a menos de trescientos metros. Entonces, la dirección llamó al Cuerpo de Bomberos voluntarios de la ciudad para que hicieran lo que buenamente pudieran. Media hora más tarde, el decrépito camión de los bomberos descendía por la carretera y se detenía bruscamente a unos veinte metros de las llamas. Los hombres saltaron del camión, se esparcieron en abanico y, a continuación, apagaron el fuego.
Unos días más tarde, en señal de agradecimiento, la dirección celebró una ceremonia en la que se elogió el valor de los bomberos, se exaltó su gran sentido del deber y se entregó al jefe del Cuerpo un sabroso cheque. Cuando los periodistas le preguntaron qué pensaba hacer con aquel cheque, el jefe respondió: “Bueno, lo primero que haré será llevar el camión a un taller para que le arreglen los frenos”.
...y para otros, ¡ay!, la santidad no es más que un ritual.

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Érase una vez un hombre tan piadoso que hasta los ángeles se alegraban viéndolo. Pero, a pesar de su enorme santidad, no tenía ni idea de que era un santo. El se limitaba a cumplir sus humildes obligaciones, difundiendo en torno suyo la bondad de la misma manera que las flores difunden su fragancia, o las lámparas su luz.
Su santidad consistía en que no tenía en cuenta el pasado de los demás, sino que tomaba a todo el mundo tal como era en ese momento, fijándose, por encima de la apariencia de cada persona, en lo más profundo de su ser, donde todos eran inocentes y honrados y demasiado ignorantes para saber lo que hacían. Por eso amaba y perdonaba a todo el mundo, y no pensaba que hubiera en ello nada de extraordinario, porque era la consecuencia lógica de su manera de ver a la gente.
Un día le dijo un ángel: “Dios me ha enviado a ti. Pide lo que desees, y te será concedido. ¿Deseas, tal vez, tener el don de curar?” “No”, respondió el hombre, “preferiría que fuera el propio Dios quien lo hiciera”.
“¿Quizá te gustaría devolver a los pecadores al camino recto?” “No”, respondió, “no es para mí eso de conmover los corazones humanos. Eso es propio de los ángeles”. “¿Preferirías ser un modelo tal de virtud que suscitaras en la gente el deseo de imitarte?” “No”, dijo el santo, “porque eso me convertiría en el centro de la atención”.
“Entonces, ¿qué es lo que deseas?”, preguntó el ángel. “La gracia de Dios”, respondió él. “Teniendo eso, no deseo tener nada más”. “No”, le dijo el ángel, “tienes que pedir algún milagro; de lo contrario, se te concederá cualquiera de ellos, no sé cuál...” “Está bien; si es así, pediré lo siguiente: deseo que se realice el bien a través de mí sin que yo me dé cuenta”.
De modo que se decretó que la sombra de aquel santo varón, con tal de que quedara detrás de él, estuviera dotada de propiedades curativas. Y así, cayera donde cayera su sombra -y siempre que fuese a su espalda-, los enfermos quedaban curados, el suelo se hacía fértil, las fuentes nacían a la vida, y recobraban la alegría los rostros de los agobiados por el peso de la existencia.
Pero el santo no se enteraba de ello, porque la atención de la gente se centraba de tal modo en su sombra que se olvidaban de él; y de este modo se cumplió con creces su deseo de que se realizara el bien a través de él y se olvidaran de su persona.

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La santidad, como la grandeza, es espontánea.
Durante treinta y cinco años, Paul Cézanne vivió en el anonimato, produciendo obras maestras que regalaba o malvendía a sus vecinos, los cuales ni siquiera barruntaban el valor de aquellos cuadros. Tan grande era el amor que sentía por su trabajo que jamás pensó en obtener el reconocimiento de nadie ni sospechó que algún día sería considerado el padre de la pintura moderna.
Su fama se la debe a un marchante de París que tropezó casualmente con algunos de sus cuadros, reunió algunos de ellos y obsequió al mundo del arte con la primera exposición de Cézanne. Y el mundo se asombró al descubrir la presencia de un maestro.
Pero el asombro del maestro no fue menor. Llegó a la galería de arte apoyándose en el brazo de su hijo, y no pudo reprimir su sorpresa al ver expuestas sus pinturas. Y volviéndose a su hijo, le dijo: “¡Mira, las han enmarcado!”.

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Todo el mundo en la ciudad veneraba al anciano sacerdote de noventa y dos años. Su fama de santidad era tan grande que, cuando salía a la calle, la gente le hacía profundas reverencias. Además, era miembro del Club de los Rotarios y, siempre que se reunía el Club, allí estaba él, siempre puntual y siempre sentado en su lugar favorito: un rincón de la sala.
Un día desapareció el sacerdote. Era como si se hubiera desvanecido en el aire, porque, por mucho que lo buscaron, los habitantes de la ciudad no consiguieron hallar rastro de él. Pero al mes siguiente, cuando se reunió el Club de los Rotarios, allí estaba él como de costumbre, sentado en su rincón.
“¡Padre!”, gritaron todos, “¿dónde ha estado usted?” “En la cárcel”, respondió tranquilamente el sacerdote. “¿En la cárcel? ¡Por todos los santos! ¡Si es usted incapaz de matar una mosca...! ¿Qué es lo que ha sucedido?” “Es una larga historia”, dijo el sacerdote; “pero, en pocas palabras, lo que sucedió fue que saqué un billete de tren para ir a la ciudad y, mientras esperaba en el andén la llegada del tren, apareció una muchacha guapísima acompañada de un policía. Se volvió hacia mí, luego hacia el policía, y le dijo: "¡El ha sido!" Y, para serles sinceros, me sentí tan halagado que me declaré culpable”.

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Entró un hombre en la consulta del médico y le dijo: “Doctor, tengo un terrible dolor de cabeza del que no consigo librarme. ¿Podría darme usted algo para curarlo?”.
“Lo haré”, respondió el médico. “Pero antes deseo comprobar una serie de cosas. Dígame, ¿bebe usted mucho alcohol?”.
“¿Alcohol?”, replicó indignado el otro. “Jamás pruebo semejante porquería!”
“¿Y qué me dice del tabaco?”.
“Pienso que el fumar es repugnante. Jamás en mi vida he tocado el tabaco”.
“Me resulta un tanto violento preguntarle esto, pero..., en fin, ya sabe usted cómo son algunos hombres ¿Sale usted por las noches a echar una cana al aire?”.
“¡Naturalmente que no! ¿Por quién me toma? ¡Todas las noches estoy en la cama a las diez en punto, como muy tarde!”.
“Y dígame”, preguntó el doctor, “ese dolor de cabeza del que usted me habla, ¿es un dolor agudo y punzante?”
“¡Si!”, respondió el hombre. “¡Eso es exactamente: un dolor agudo y punzante!”.
“Es muy sencillo, mi querido amigo. Lo que le pasa a usted es que lleva el halo demasiado apretado. Lo único que hay que hacer es aflojarlo un poco”.
Lo malo de los ideales es que, si vives con arreglo a todos ellos, resulta imposible vivir contigo.

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Un obispo se arrodilló un día delante del altar y, en un arranque de fervor religioso, empezó a golpearse el pecho y a exclamar: “¡Ten piedad de mí, que soy un pecador! ¡Ten piedad de mí, que soy un pecador!..”
El párroco de la iglesia, movido por aquel ejemplo de humildad, se hincó de rodillas junto al obispo y comenzó igualmente a golpearse el pecho y a exclamar: “¡Ten piedad de mí, que soy un pecador! ¡Ten piedad de mí, que soy un pecador!..”.
El sacristán, que casualmente se encontraba en aquel momento en la iglesia, se sintió tan impresionado que, sin poder contenerse, cayó también de rodillas y empezó a golpearse el pecho y a exclamar: “¡Ten piedad de mí, que soy un pecador!..”
Al verlo, el obispo le dio un codazo al párroco y, señalando con un gesto hacia el sacristán, sonrió sarcásticamente y dijo: “¡Mire quién se cree un pecador...!”.

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Un hombre estaba pasando unos días en las montañas dedicado a la pesca. Un buen día, su guía se puso a contarle anécdotas acerca del obispo, a quien había servido de guía el verano anterior.
“Sí”, estaba diciendo el guía, “es una buena persona. Si no fuera por la lengua que tiene...”.
“¿Quiere usted decir que el obispo dice palabrotas?” preguntó el pescador.
“Por supuesto, señor”, respondió el guía. “Recuerdo que una vez tenía agarrado un precioso salmón, y estaba a punto de sacarlo cuando el bicho se libró del anzuelo. Entonces le dije yo al obispo: "¡Qué jodida mala suerte! ¿No cree?" Y el obispo me miró fijamente a los ojos y me dijo: "La verdad es que si". Pero aquella fue la única vez que le oí al obispo emplear semejante lenguaje”.

* * *

Se encontraba una familia de cinco personas pasando el día en la playa. Los niños estaban haciendo castillos de arena junto al agua cuando, a lo lejos, apareció una anciana, con sus canosos cabellos al viento y sus vestidos sucios y harapientos, que decía algo entre dientes mientras recogía cosas del suelo y las introducía en una bolsa.
Los padres llamaron junto a sí a los niños y les dijeron que no se acercaran a la anciana. Cuando ésta pasó junto a ellos, inclinándose una y otra vez para recoger cosas del suelo, dirigió una sonrisa a la familia. Pero no le devolvieron el saludo.
Muchas semanas más tarde supieron que la anciana llevaba toda su vida limpiando la playa de cristales para que los niños no se hirieran los pies.

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“Encausado”, dijo el Gran Inquisidor, “se os acusa de incitar a la gente a quebrantar las leyes, tradiciones y costumbres de nuestra santa religión. ¿Cómo os declaráis?”.
“Culpable, Señoría”.
“Se os acusa también de frecuentar la compañía de herejes, prostitutas, pecadores públicos, recaudadores de impuestos y ocupantes extranjeros de nuestra nación; en suma: todos los excomulgados. ¿Cómo os declaráis?”.
“Culpable, Señoría”.
“Por último, se os acusa de revisar, corregir y poner en duda los sagrados dogmas de nuestra fe. ¿Cómo os declaráis?”.
“Culpable, Señoría”.
“¿Cuál es vuestro nombre, encausado?”.
“Jesucristo, Señoría”.
Hay personas a las que el ver practicada su religión les inquieta tanto como el enterarse de que alguien la pone en duda.

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Hasta aquí unos cuentos tomados de “La oración de la rana” de Anthony de Mello.
Lo siguiente es un mal chiste que alguien me ha contado el otro día.

Aquel profesor dictaba unas clases de teología maravillosamente documentadas. El rigor de sus explicaciones, la erudición con que las expresaba, su fidelidad al dogma y la simpatía y el tono coloquial con que respondía a quienes le preguntaban, eran tales que la hora se pasaba en un verbo.
Todo el alumnado se deleitaba con su docencia.
Un pero, tenía sin embargo, en su opinión. Desde principios de curso estuvo tentado de levantar la mano y planteárselo. No lo hizo, sin embargo, hasta bien pasado el primer semestre.
Un día, tras la explicación, abierto el turno de diálogo, levantó la mano y preguntó:
- “Una sola cosa me perturba y me intriga. Cuando usted tiene que acudir a argumentos de autoridad cita a Tomás, Bernardo, Agustín… ¿No debería nombrarlos como son considerados: Santo Tomás, San Bernardo, San Agustín? Sería lo correcto, ¿no le parece?
El profesor esperó unos segundos, los necesarios para que el alumno se sentara y relajara aguardando la respuesta, y dijo:
- “Los Padres de la Iglesia tienen reconocida autoridad por sí mismos, sin tener que competir con advenedizos del tres al cuarto. Ahora parece que cualquiera puede llegar a ser declarado santo”.

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Seguro que me lo contaron para animarme, seguro.

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