¿Merece la pena hacerse preguntas tontas?

 
Esta mañana no estaba yo demasiado inspirado que dijéramos, trajinando con sillas, mesas, materiales diversos de catequesis y por supuesto con escoba y cogedor en ristre; más bien, espeso.  Es cosa que me pasa de vez en cuando, especialmente si el día anterior ha sido completo. El siguiente empieza sólo regular.
Intentaba darle a la pelota, por ver si las cosas pudieran resultar una pizca siquiera más fáciles, más redondas, más definitivas. Tal vez esta idea me haya asaltado cada lunes, mientras preparo los diversos escenarios que han de utilizar los tres grupos que forman los pequeñajos de la parroquia; y tal vez no haya querido explicitarla, más que nada por miedo a las respuestas que me encontrara según me iba preguntando:
¿Les interesará lo que hoy les vamos a ofrecer?
¿Tendrá sentido para ellos?
¿Lo escucharán, sí con entusiasmo, pero luego en media hora se les irá de la cabeza y también del corazón?
¿No será demasiado tomate?
¿Qué acompañamiento tienen luego en casa, en el cole, en los sitios que frecuentan asiduamente?
¿Lo estamos haciendo bien?
¿Lo podemos hacer mejor?
En fin, preguntas todas ellas muy transcendentales, ya se ve.
Y andaba, -estaba diciendo-, preguntándome si no habría algo así como una especie de bálsamo de fierabrás, que fuera tan mágico y tan potente que no hiciera falta nada más, ni siquiera hacerse preguntas tontas.
No haga nadie lo que yo acabo de hacer, pinchar en internet y curiosear. Bálsamos de este o parecido estilo hay a tutiplén. Por todos los sitios, en cualquier rincón, en medio del escaparate, a la vuelta de la esquina, incluso en medio de la calle, se ofrece el oro y el moro: la solución perfecta a la medida de sus necesidades.
Madre de mis amores, ¡cómo hemos podido vivir antes sin esta cosa!

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