De amistades y traiciones

 
“No te olvides de cambiar el paño del ambón, que ya no estamos en Domingo de Ramos”, me avisó una amistad. En efecto, aún mantenía el rojo, cuando debería ser morado por estar en Semana Santa. Para eso sirve las y los amigos, para echarte una mano tanto en las necesidades como en los despistes.
Quien tiene amigos, tiene tesoros. Nada tan bonito como juntarse con ellos, o no separarse de ellos.
Lo malo es que donde hay amistad, puede haber traición. Bueno es saberlo, aunque no sirva de nada. Nos entregamos a tope porque lo deseamos, nos lo pide el cuerpo, lo requiere el alma, sin condiciones, sin prevenciones. Y cuando salta la persona traicionera, siempre te pilla con el paso cambiado.
“Si ya te lo avisé”, puede que nos digan. “Si estaba tan claro como el agua”, nos dirán los listos de siempre. “¡Mira que fiarte de semejante persona!”, espetarán los prudentes y contenidos que abundan.
El amigo traicionado será el único sorprendido. Y porque todo el mundo estaba al tanto del asunto, él será el herido en lo más hondo, que el resto se supo poner a salvo en su momento, y ahora es simple espectador, curioso impertinente, plañidera a sueldo o fugitivo despegado.
Los amigos son para cuando hacen falta. Y para cuando no, también. Son para todo tiempo y a tiempo completo. “A las duras, y a las maduras”. Lo cual no calma ni aquieta, aunque ayude.
Cuando llega la traición nada ni nadie puede evitarla. Seguir junto a la persona traicionada es la prueba del algodón para medir cualquier amistad.
Tras este rollo patatero, quiero expresar que la traición es lo más esperable que nos puede ocurrir al ser humano. No sucede así en el reino animal irracional (es una forma de decirlo, aunque sea una auténtica mentira). Los irracionales no saben traicionar, tampoco quieren; en realidad ni se les pasa por la mente. Que la tienen, vaya si la tienen.
Pedro y Judas eran amigos. Por eso pudieron ser, en ciertos momentos, traidores. El traicionado, Jesús. No se libró de nada, absolutamente de nada.


LA CENA DE PASCUA (I): LA TRAICIÓN DE UN AMIGO


Atardecía sobre Jerusalén. El sol, terminada su carrera, se escondía ahora entre los montes secos y amarillentos de Judea. Pronto apa­reció en el cielo, redonda y silenciosa, la luna de Pascua.(1) Era el día 13 del mes de Nisán, jueves, víspera de la gran fiesta.

Pedro - ¡Ea, compañeros, ya es la hora! Mi suegra Rufa dice que el cordero pascual hay que comerlo entre dos luces, entre el sol y la luna, para que haga buena digestión. ¡De prisa, Natanael! ¡Vamos, Tomás!
Juan - Sí, que en casa de Marcos, las mujeres ya estarán desesperadas pensando que nos ha pasado algo malo.
Felipe - ¡Las mujeres desesperadas y mis tripas también! ¡Andando!
Santiago - Espérense… ¡espérense!
Pedro - ¿Qué pasa, Santiago?
Santiago - No pasa nada, Pedro. Pero no vayamos todos juntos. Es peligroso, la ciudad está muy vigilada.
Pedro - El pelirrojo tiene razón. Mejor salir unos por un lado y otros por otro. Y tú, Jesús, enfúndate en el manto y no hables con nadie. ¡Dan sesenta siclos por tu pescuezo, así que, ya sabes, desconfía hasta de tu sombra! ¡Ea, vámonos ya!

Las calles de Jerusalén, a pesar de la hora, estaban repletas de pe­regrinos que iban y venían buscando un albergue para dormir o una taberna para beber. Nosotros, en grupos de a dos y de a tres, atravesamos las casuchas del Ofel, bordeamos la fuente de Siloé y tomamos la calle Larga, la que sube hacia el barrio de Sión, donde vivía Marcos, el amigo de Pedro. Jesús y yo íbamos juntos.(2)

Juan -  Oye, moreno, tengo que hablarte de un asunto.
Jesús - Dime, Juan.
Juan -  Moreno, aquí está pasando algo raro. Y la cosa es con Judas. No sé, pero el iscariote no está jugando limpio. El martes lo vieron hablando con Barrabás y otros del movimiento. Lo han visto salir también de casa del jefe de la guardia del Templo.
Jesús - ¿Cómo sabes tú eso, Juan?
Juan - Me lo dijo ese amigo mío que trabaja de criado en el pala­cio de Caifás.
Jesús - ¿Desconfías de Judas?
Juan -  Sí.
Jesús - Yo también, Juan. Pero no estoy seguro. No puedo  creer que el iscariote nos haga una mala pasada.
Juan - Ni yo, Jesús. Pero todo puede ser.
Jesús - ¿Los demás, están sobre aviso?
Juan - Creo que no. Pedro no se ha dado cuenta de nada. Santiago tampoco.
Jesús - ¿Y qué hacemos, Juan?
Juan - Hazme caso, moreno. Fíjate en Judas. No lo pierdas de vista. ¡Si el iscariote se trae algo entre manos, se va a acordar de mí!

Al poco rato, llegamos a casa de Marcos. Las mujeres habían se­ñalado la puerta, según la antigua tradición, con la sangre del cor­dero pascual. Cruzamos el pequeño patio lleno de barriles de aceite y subimos por la escalera de piedra hasta la planta alta donde íbamos a cenar aquella noche.

Marcos - ¡Bueno, al fin asoman las orejas estos tunantes! ¡Ya ves, María, tu hijo y todos han llegado a mi casa sanos y salvos!
Magdalena - ¡Y saldrán de tu casa más sanos y más salvos cuan­do le hayan hincado el diente al corderito!
María - Jesús, hijo, ¿tú crees que estamos seguros aquí?
Jesús - Sí, mamá, no te preocupes. Nadie nos ha visto entrar.
María - Tú eres el que tienes la preocupación en los ojos, Jesús. Te conozco como a la palma de mi mano. No me engañes, hijo.
Jesús - Tranquilízate, mamá. No va a pasar nada malo.
Pedro - ¡Vamos, doña María, deje ahora el miedo y alegre esa cara, que esto es una fiesta, caramba!
Santiago - ¡Sí, señor, hoy es la Pascua, la fiesta que han cele­brado nuestros abuelos durante setenta generaciones! ¡Hay que estar alegres!
Magdalena - ¡Y hay que preparar la mesa! ¡Vamos, haraganes, muévanse y échennos una mano!

Mi madre Salomé y la magdalena extendieron sobre el piso de madera varias esteras de pajilla trenzada.(3) Como ya estaba oscuro, Marcos encendió las siete mechas del candelabro ritual y lo puso en el centro de la habitación.(4) Nosotros ayudamos a las mujeres trayendo de la cocina las jarras de vino, las tortas redondas de pan ázimo, los cuencos con la salsa picante y las fuentes grandes de ensalada repletos de apios, berros y otras hierbas sazonadas con vinagre y sal.

Marcos - ¿Algo más, compañeros?
Jesús - Los bastones, Marcos.(5) Que cada uno agarre el suyo. Nues­tros abuelos comieron así la primera pascua, de prisa, porque iban de camino hacia la libertad. Nosotros haremos lo mismo, aunque sea sólo un momento.

Formamos un círculo alrededor de las esteras. Los hombres empuñamos nuestros bastones y levantamos el pie derecho, como si estuviéramos prontos a partir para un largo viaje. Las mujeres se apoyaban en el brazo de los hombres.

Marcos - Vamos, Jesús, bendice la comida.
Jesús - No, Marcos, tú eres el dueño de la casa, el padre de la familia.
Marcos - Ni dueño ni padre. ¿No dices tú siempre que entre nosotros todo eso se acabó? Ea, bendice tú.
Jesús - No, hombre, te toca a ti.
Felipe - Bueno, bueno, decídanse, porque yo no soy grulla y aca­baré en el suelo.

Jesús bendijo la comida con las palabras antiguas que durante tantas generaciones nuestros abuelos habían repetido, las palabras que le había enseñado José, su padre, cuando él era un muchacho, allá en Nazaret.

Jesús - ¡Bendito seas, Señor Dios nuestro, rey del mundo, que das a Israel esta fiesta para alegría y memorial!
Todos - ¡Amén! ¡Amén!

Después del primer salmo con que se iniciaba la comida pascual, todos dejamos en un rincón los bastones, nos quitamos las san­dalias y nos sentamos en el suelo, sobre los mantos, alrededor de las esteras de paja. Estábamos los trece, las mujeres y la familia de Marcos formando un grupo apretado. Las pequeñas llamitas del candelabro, movidas por la brisa de la noche, nos iluminaban las caras.

Marcos - ¡Y ahora, para comenzar, un primer brindis, compañeros! ¡Vamos, llenen esas jarras hasta los bordes, que el vino corre hoy por mi cuenta!(6) ¡Arriba la copa de la libertad! ¡Que viva Yavé, el Dios de Israel!
Todos - ¡Que viva! ¡Que viva!
Santiago - ¡Y que vivan nuestros abuelos que lucharon contra la esclavitud y salieron libres en una noche como la de hoy!
Todos - ¡Que vivan, que vivan!
Magdalena - ¡Y nuestras abuelas, caramba, que también ellas pe­learon duro contra ese faraón tan sinvergüenza!
Marcos - Mucho vino y mucho brindis, pero se nos está olvidando algo muy importante. ¡Eh, ustedes, córranse y déjenle un sitio a Elías, por si viene esta noche a nuestra casa!

Según la tradición de nuestros paisanos, el profeta del Carmelo vendría de noche, durante una cena pascual, a avisarnos de la llegada del Mesías. Por eso, las puertas de las casas quedaban ese día entornadas y había un puesto reservado en todas las mesas de los hijos de Israel por si acaso llegaba el profeta Elías, cansado y con hambre, anunciando la gran noticia.(7)

Felipe - ¡Que venga Elías cuando quiera, pero que vaya viniendo también el cordero, porque a este paso me van a salir telarañas en la barriga!

María y Susana bajaron la escalera y, al poco rato, estaban de nuevo con nosotros, en la planta alta, trayendo una gran fuente con el cordero recién asado.

Pedro - ¡Que viva el cordero pascual!
Juan - ¡Y las manos que lo cocinaron!
Magdalena - ¡Fíjense bien, para que después no digan, que no tiene ni un hueso roto!
Pedro - ¡Vamos, muchachos, al ataque! ¡No dejen ni las pezuñas!
Marcos - ¡Un momento, un momento! Todas las manos fuera del plato. Primero a lavárselas, como está mandado.
Felipe - Deja eso ahora, Marcos, y empecemos a comer, que tengo más hambre que la ballena de Jonás.
Marcos - De ninguna manera. Un día es un día. ¡Por lo menos que una vez al año esta pandilla de piojosos comamos limpios, caramba!
Felipe - Está bien, vamos entonces con los lavatorios.(8) A ver, ustedes, las mujeres, ¿dónde están los cuencos de agua?
Magdalena - Que yo sepa, tú no estás tullido, Felipe. También puedes ir tú a buscarlo.
María - Y tú también, Santiago, que estás ahí de lo más repantingado, y tu madre subiendo y bajando la escalera.
Jesús - Ya voy yo, espérense.

Fue Jesús el primero que se levantó, bajó a la cocina y trajo el cuenco lleno de agua y una toalla.

Magdalena - Moreno, dame eso a mí y ve tú a sentarte.
Jesús - No, María, déjame ayudar.
María - Pero, hijo, por Dios, deja eso. Susana y yo les lavare­mos las manos.
Felipe - Aquí, doña María, más que las manos, habrá que lavar las patas, ¡porque hay un tufo!
Juan - ¡Y viene del lado tuyo, Felipe!

Entonces Jesús se acercó a Felipe, se amarró la toalla en la cin­tura y se agachó.

Jesús - Vamos, cabezón, echa esos pies sucios para acá.
Felipe - Pero, Jesús, si era una broma.

Cuando vimos a Jesús lavando los pies de Felipe, nos echamos a reír. Poco a poco, nuestra risa se fue cambiando en asombro. Aquel oficio sólo lo hacían las mujeres o los esclavos.

Jesús - ¡Vamos, Pedro, que tus pantorrillas tampoco huelen a rosa!
Pedro - Pero, ¿estás loco, moreno? ¿Tú me vas a lavar los pies a mí?
Jesús - Sí, Pedro. ¿Qué tiene eso de malo?
Pedro - Jesús, tú eres el jefe. Y un jefe se tiene que dar a respetar.
Jesús - ¿Ah, sí? ¿Quién dijo eso, Pedro?
Pedro - Lo dijo… ¡Lo digo yo, caramba! Vamos, levántate de ahí y deja ese cacharro.
Jesús - No, tirapiedras, aquí no hay jefes ni señores. Nadie está por encima de nadie. Y el que quiera ser el primero, que se ponga el último de la cola. Así que, echa los pies para acá.
Pedro - No, no y no. He dicho que no.
Jesús - Está bien, Pedro. Entonces, por lo que veo, tú no sirves para este asunto del Reino.
Pedro - ¿Cómo dijiste, moreno?
Jesús - Que si tú no te metes en la mollera que aquí todos somos iguales, no sirves para nuestro grupo. Mejor te vas.
Pedro - Espérate, espérate, Jesús. Si la cosa es así… Bueno, en­tonces, échame el cacharro entero por la cabeza a ver si se me ablandan los sesos.

Cuando Jesús acabó de lavarnos los pies a todos, nos apretujamos más sobre las esteras para poder alcanzar la comida con las ma­nos. Por el tragaluz de la pequeña habitación entraba ahora el resplandor de la luna de Nisán.

Marcos - ¡Compañeros, buen provecho para todos!

Y empezamos a comer el cordero, a mojar el pan ázimo y las ver­duras en la salsa roja y a levantar las jarras llenas de vino en el nombre de Yavé, el Dios de Israel.

Pedro - ¿Qué te pasa, Jesús, no tienes hambre?
Jesús - Sí, Pedro, tengo hambre. Y también prisa. Créanme, com­pañeros, tenía muchas ganas de comer esta Pascua con todos us­tedes porque… ¡porque será la última!

Jesús, con las piernas cruzadas sobre la estera, nos miró a todos, uno por uno.

Jesús - Sí, de veras lo digo, alégrense. Este año todavía somos esclavos. ¡El año próximo seremos libres! Amigos: antes de que volvamos a juntarnos así, como esta noche, Dios habrá metido su mano por nosotros. Sí, hoy estoy seguro. ¡E1 Reino de Dios está cerca, muy cerca, no se demora ya!

Jesús tomó su jarra  de vino y la levantó en medio de todos.

Jesús - ¡Brindo por el Reino de Dios! Compañeros: hasta aquí hemos sembrado con lágrimas. ¡Ahora cosecharemos con alegría!

Jesús bebió primero y nos pasó la jarra a nosotros. Todos toma­mos un poco de ella. Después, se levantó, agarró entre las manos la jarra vacía y la rompió contra el suelo.

Jesús - Ustedes son testigos: ¡no vuelvo a probar una gota de vino hasta que llegue el Reino de Dios, hasta que el Señor cambie nuestra suerte como cambia el desierto con las lluvias, hasta que la tierra se abra y germine la Justicia!
María - ¡Que Dios te oiga, hijo!

Mil doscientos años atrás, en una noche de prisa y de esperanza, el Dios de Israel había cambiado la suerte de nuestro pueblo. Noche de guardia fue aquella para Yavé, cuando sacó a nuestros padres de la tierra de Egipto. Las abuelas se lo contaron a los nietos y los nietos a los hijos y a las hijas, y de generación en generación volvía a ser la Pascua noche de guardia para todos nosotros en honor de Yavé, el Dios de la libertad.

Jerusalén velaba con las lamparillas de sus casas encendidas, bañada por la luz de la luna llena. Era jueves 13 de Nisán. Sen­tados sobre los mantos, alrededor de las esteras de paja, estába­mos ya comiendo el cordero pascual cuando Judas, el de Kariot, que había estado muy callado durante toda la cena, hizo ademán de levantarse.

Judas - Oigan, compañeros, como esto va para largo, habrá que comprar un poco más de vino, digo yo.
Marcos - No creo que haga falta, Judas. Tengo media tinaja más en la cocina.
Judas - Pero siempre es mejor que sobre a que falte, ¿no es eso?
Jesús - ¿Qué te pasa, Judas?
Judas - Nada, Jesús. ¿Qué me va a pasar?

Judas estaba muy nervioso. Jesús también, aunque trataba de disimularlo. Ya se lo había advertido yo, que el iscariote andaba muy raro desde hacía unos días. Por lo que pudiera pasar, me llevé la mano al cuchillo que tenía bajo la túnica y apreté con fuerza el mango.

Jesús - Siéntate, Judas. ¿No quieres un poco más de salsa? Está muy buena.

Jesús mojó un pedazo de pan en la salsa roja y se lo alargó a Judas…

Judas - Gracias, moreno. Bueno, entonces, yo voy a comprar alguna cosa que…
Juan - ¡Maldita sea, iscariote, tú no vas a ninguna parte!
Judas - ¿Qué te pasa, Juan? Déjame salir.
Jesús - Sí, Juan, déjalo que vaya.
Juan - Pero, Jesús…
Jesús - Déjalo salir, Juan. Judas, compañero, ve y vuelve pronto.

Judas abrió la puerta, se echó al hombro su manto de rayas y bajó lentamente la escalera de piedra que daba al patio. Jesús se que­dó un rato silencioso, con la mirada perdida en el cuadro negro de la puerta. Era de noche.

Pedro - Pero, ¿qué diablos está pasando aquí caramba? ¡Hablen claro!
Marcos - Tú, Juan, ¿qué te traes con Judas? ¿Por qué no querías que saliera, eh? Vamos déjate de misterios.
Mateo - Hablen de una vez, caramba. ¿Qué es lo que quieren, que el cordero se nos atragante?

Volví a sentarme en el suelo mirando a Jesús, sin atreverme a decir nada.

Andrés - ¿Qué es lo que pasa, moreno? Desembucha, hombre.

Jesús alzó los ojos del plato. Nos miraba con tristeza, con preocu­pación.

Jesús - Cuando viene el lobo, cada oveja tira para su lado. Com­pañeros, las cosas se han puesto difíciles, más difíciles que nunca.

Jesús se quedó un momento callado. Su frente ancha estaba mar­cada de arrugas y empapada en sudor. Todos estábamos inquietos. La Magdalena comenzó a sollozar apretándose contra María.

Pedro - Diablos, Jesús, ¿por qué dices esto ahora?
Jesús - Porque cualquiera de nosotros puede fallar.
Andrés - ¿Por quién lo dices? ¿Por Judas?
Jesús - No. Lo digo por todos.
Andrés - ¡No lo dirás por mí, moreno! No, no me mires así…
Mateo - Ni por mí, supongo. Yo soy un cobarde, es verdad, pero yo… yo…
Pedro - ¡Que se hable claro de una vez, maldita sea! Está bien, está bien, cualquiera puede fallar. ¡Pues que cada cual responda por su pellejo! ¡Yo respondo por el mío, y te digo que aunque todos éstos se fueran ahora mismo y te dejaran solo, yo nunca! Lo juro por la Rufina y por todos mis hijos.
Jesús - No jures, Pedro.
Pedro - ¡Lo juro porque es verdad lo que digo! ¡Como que me llamo Simón!
Jesús - No, Pedro, tú también puedes fallar, igual que cualquiera. No te llenes la boca con juramentos. Sí, tú, tú… Si esta noche las cosas se pusieran feas, antes de cantar los gallos ya te habrías olvidado de que nos conocías.
Pedro - ¡Caramba contigo, moreno! ¡Eres tú el que no me co­noce entonces! ¡A mí me matan antes de fallarte! ¡Llueve sobre mojado y juro sobre jurado! ¡Y todos ustedes son testigos!
Juan - Jesús, no seas aguafiestas, hombre. Claro que las cosas están malas, pero ten por seguro que aquí ninguno se va a echar atrás.
Magdalena - Lo que dice Juan, lo decimos nosotros también, ¡qué caray! Y no te pongas tan sombrío, Jesús, que ya la ensa­lada está bastante amarga.

No se me borra del recuerdo aquella hora. Jesús, con las piernas cruzadas sobre la estera, nos fue mirando a todos, uno a uno, y cuando empezó a hablar sentimos que sus palabras venían de lo más hondo de su corazón.



Lucas 22,14-18; Juan 13,1-17.(9)



Comentario

1. En la solemne cena de Pascua, el cordero debía comerse, según las prescripciones judías, dentro de los muros de Jerusalén, la ciudad santa. A la puesta de sol, que era la hora en que comenzaba un nuevo día para los israe­litas, las familias, los grupos, los vecinos, se congregaban para la solemne cena. Por ser las casas pequeñas y tener que reunirse por lo menos diez personas por cada cordero, se comía también la Pascua en los patios, las terrazas y hasta en los tejados. Jerusalén, atestada de peregrinos, presentaba un ambiente festivo impresionante. Era la noche más solemne de todo el año. Primitivamente, se cenaba en la explanada del Templo, pero unos cien años antes de Jesús se suprimió esa costumbre debido a las multitudes que se congregaban en la capital. Como un símbolo, las puertas del Templo permanecían abiertas de par en par durante toda la noche de Pascua.

2. La calle Larga era una amplia calzada romana que atravesaba Jerusalén comunicando el barrio donde se amontonaban las casuchas de los pobres con el barrio alto, en el monte Sión, en donde las construcciones eran mejores y donde muchos de los ricos tenían sus palacios. En­tre ellos estaban el de Anás y el de Caifás. No hay certeza histórica del lugar donde Jesús celebró la última cena en la noche de la Pascua. Pero para entrar en Jerusalén aquel atardecer o para salir esa noche de la ciudad, terminada la cena, pasó probablemente por esta calzada. Y no sólo aquel día, sino seguramente docenas de veces en sus varias visitas a Jerusalén. Un tramo de esta calle se conserva per­fectamente hasta hoy, con varios de sus anchos peldaños cercanos a donde la tradición fijó el lugar de la última cena. Este tramo de calle es uno de los pocos sitios que se conservan en Jerusalén exactamente como en los tiempos de Jesús.

3. Muchos cuadros y estampas nos han hecho imaginar la última cena de Jesús de una forma que no se corresponde con las costumbres del tiem­po evangélico. Se pinta a Jesús comiendo sólo con los doce apóstoles, cuando la tradición de Israel reunía aquella noche a hombres y mujeres por igual. Jesús se reuniría con los doce y con las mujeres que ordinariamente iban en el grupo: Salomé, Susana, Magdalena, su madre y otras.

4. En la época de Jesús los judíos contaban el tiempo diario hacien­do coincidir el comienzo del día no con la medianoche o el ama­necer, sino con la puesta del sol. O más exacta­mente, con la aparición en el cielo, ya oscuro, de la primera estrella. A esa hora, al iniciarse el nuevo día, comenzaba la cena de la Pascua, que debía prolongarse hasta muy entrada la noche. Existían escritos en los que se recomendaban a los padres distintas distracciones para mantener despiertos a los niños, que debían permanecer en vela junto con los adultos en aquella noche, la más solemne de todo el año. Permanecer en vigilia aquella noche era un importante gesto de fidelidad religiosa (Éxodo 12, 42).

5. Antes de empezar la cena pascual, los israelitas se ponían en pie, signo de la esclavitud en Egipto, con bastones en las manos y las sandalias puestas, en recuerdo de las prescripciones rituales para cuan­do el pueblo salió del país del faraón (Éxodo 12, 11). Este gesto es un símbolo de la prisa de aquella noche y del camino que iban a emprender y les llevaría, por el desierto, hacia la Tierra Prometida. Las imágenes tradicionales de la “última cena” presentan a los apóstoles y a Jesús sentados a la mesa según se come actualmente. Lo más probable es que los que participaron de aquella cena co­mieran semirrecostados, en el suelo, sobre esteras o cojines. En los tiempos más primitivos, los israelitas comían en cuclillas. Más tarde, se fue imponiendo la costumbre de sentarse a la mesa o de sentarse en el suelo -cuando eran muchos a comer- en torno a los alimentos. Pero en la noche de Pascua, en vez de sentarse, el ritual obligaba a recostarse. Estar reclinado era un símbolo de li­bertad. «Mientras los esclavos tienen la costumbre de comer de pie, en la Pascua es preciso que comamos recostados para manifestar que hemos pasado del estado de esclavitud al de libertad», decía una disposición ritual de la época. Incluso se especificaba que hasta «los más pobres de Israel» debían hacer la comida reclinados, porque Israel era un pueblo de hombres libres.

6. El vino era un elemento básico en la cena pascual. Ordinariamente, en Palestina no se comía con vino. Y menos los pobres. Pero en las ocasiones solemnes, y especialmente en la Pascua, era esencial la abundancia del vino. Según el ritual debían beberse como mínimo cuatro copas.

7. Una de las costumbres de la noche de Pascua era recordar a Elías,  mensajero del Mesías. Cada año, el pueblo de Israel esperaba para la noche de la Pascua la llegada del Mesías como liberador del pueblo. Para Elías, que en la tradición popular era el precursor del Mesías, se guardaba  en muchas casas un sitio vacío en la mesa del banquete pascual. Un antiguo poema, llamado «Las Cuatro Noches», cantaba que siempre en la noche de Pascua habían ocurri­do los hechos más importantes de la historia de Israel: la creación del mundo, la alianza de Dios con Abraham, la liberación de Egipto. Se pensaba que en “la cuarta noche”, una noche pascual, llegaría el Mesías.

8. Para solemnizar la comida pascual una de las prescripciones era la de la purificación por el agua antes de comer el cordero. Como la gente usaba sandalias, los pies eran la parte del cuerpo que más se ensuciaba a diario. Los amigos de Jesús no eran como los fariseos, aficionados a lavatorios y a mil y una purificaciones. Pero en la noche de la Pascua hasta los menos cumplidores trataban de respetar los ritos. Era una forma de dar la máxima importancia a lo que se conmemoraba en la cena. Lavar los pies era misión de los criados o esclavos en las casas que los tenían. Cuando no los había, los lavaban las mujeres.

9. «Un tal Jesús». José Ignacio y María López Vigil. Salamanca 1982. Volumen 2, págs. 865-876

4 comentarios:

  1. Muy amena y cercana esta forma de contar la historia de la última cena. Sinceramente, me ha gustado mucho. Gracias por mostrarla en tu blog.
    Un abrazo y que tengas una buena semana santa.
    Ibso.

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  2. La verdad es que si Jesús en esos preambulos le decía al Padre: aparta de mi este caliz, no es menos cierto que sin la intervención de Judas, Jesús no hubiera muerto.Así que la traición de Judas es muy importante en todo este drama. Además un Dios todo poderoso que asuma la muerte de su hijo como un sacrificio a la humanidad algo podía haber hecho, sin embargo cada cual asumió su papel porque ya estaba escrito.
    Sin Judas no habría semana santa y todo se debe a un traidor.

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  3. Ibso, gracias por decirlo. Me alegro que sea útil. ¡Feliz Pascua Florida!

    Claro, Encarni, todos y todas estamos ahí, somos Judas y Pedro, Juan y María Magdalena, el Sanedrín y el sinedrio, el pueblo hambriento y la masa satisfecha, Pilato y Caifás… Sin nosotr@s tod@s esto carece de sentido.

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