“Estaba pensando que harían bien en el jardín unos tamarindos, florecen y no dan trabajo en la caída de la hoja”. Eso fue lo que dijo un día Felipe, el jardinero parroquial, factotum en todo lo referente al cuidado del patio comunal que nos servía de antesala y lugar de despedida de nuestras celebraciones comunitarias.
“¿Tamarindos? No son de este clima”, dije con poca convicción.
“Pues a la orilla del Duero hay todos los que quieras”, concluyó él, como siempre hacía, sin dar opción a réplica.
En aquel mismo momento cogimos el coche y para allá que nos fuimos, a donde el Pisuerga se vierte en el padre Duero y se funde con él, a Pesqueruela. En efecto, allí abunda un matorral, por entonces florecido, pleno de blancura, que alterna con otros árboles propios de la ribera.
Pensativo cuando volvíamos a casa, rumié para mí que había que investigarlo. Nunca había oído que se dieran tamarindos por esta tierra.
Como entonces no había internet, había que valerse de libros. Me había regalado Ignacio Bustamente una enciclopedia sobre las especies autóctonas -Plantas silvestres de Castilla y León, editado por la Junta-, y en cuanto llegamos me agarré a ella. En efecto, aquellos arbolitos que habíamos visto eran tarays, a quien el vulgo denomina, aunque erróneamente, tamarindos. Ni se parecen. He aquí la diferencia entre ambos.
A la izquierda, el tamarindo. A la derecha el taray, también llamado tamarisco. Del parecido del nombre resultaba la confusión.
El caso es que el blanco ribereño no nos gustaba, porque el del taray tiraba a sucio. Preferiríamos que fuera de color morado, que resultaría más ornamental, haciendo juego con las lilas. Así que buscamos y encontramos en un jardín de la vecindad unas varas que con paciencia y tiempo llegaron a ser lo que está a la vista. Paciencia vaya si tuvimos, y cuidado, hasta que se hicieron árboles de una pieza. Hay tres, ya se ve.
Todos los años los podo sin misericordia, porque echan demasiado ramaje y me gusta que los brotes sean jóvenes y no demasiado nudosos. Y de paso se retrasa la floración, que llega después de las lilas. Fijo que en junio y en septiembre tenemos adornos morados en la iglesia.
Así que hoy era el momento y me he puesto diligentemente a la tarea.
Y ya de paso, le tocó también el turno a la acacia de bola. Así de pelona la ha dejado.
Leyéndote estas entradas, te imagino hablando solo -en este punto recuerdo a Machado-, no escribiéndolas, sino recorriendo el jardín mientras hablas solo, podas, arreglas los alcorques y esperas luego el resultado de la obra, sabiendo cuál será el resultado de la obra, es decir, otra vez Machado.
ResponderEliminar