En aquel centro de estudios agrarios todo era posible. Algún día me pondré a contar… Como cuando vino Juanjo, el profe de dibujo y otras artes a pedirme que le liara un peta. Se lo lié y quedó tan encantado que raro era el día que no me lo volvía a pedir. [Si se llega a enterar mi madre, me arrea un alpargatillazo, seguro que lo hace]. Se le dilataban las pupilas y se hacía aún más parlanchín, pero perdía la gracia que de natural tenía. Era el anarquista de la tropa, y conmigo, el cura, formaba un tándem muy singular.
Pero no, ahora no es esta mi intención sino esta otra.
Resulta que el claustro, es un decir, porque sólo éramos ocho, sin contar a la cocinera y ama de casa, Ezequiela, que lo mismo guisaba que nos ponía los puntos sobre las íes, decidió que habíamos de dedicar atención a la cosa de la formación artística para relacionarnos con gente de fuera, y participar en eventos lúdicos y de tiempo libre, je, je.
Cada miembro del equipo asumió lo que le apeteció. Y yo, pues quedé descolgado y sin más palo al que agarrarme que el mástil de mi guitarra. Y estando así, asiéndolo, se me ocurrió. Y no lo pensé, a mi estilo; que es que hago las cosas según me salen.
Total que un día, estando en el comedor, me levanto, doy unas palmadas reclamando su atención, y, en voz alta y con algo de vergüenza, digo que si hay quien está interesado en cantar en grupo, por el simple hecho de cantar, que luego nos vemos en el aula de primero.
Comimos, fregamos y me voy para allá. Nos juntamos dos y medio, o tres menos cuarto. Y nos pusimos a hablar. Y poco pudimos concretar. Sólo que el próximo día, yo traería cosas y veríamos.
A la siguiente vez que nos juntamos ya éramos alguno más. Y empezamos. Yo saqué de mi batería de obuses cosas de las que cantaba en el pueblo con la chiquillada. Pero allí como que no pegaba lo de niño yuntero, o soldadito boliviano. No sé, no terminaba yo de atisbar bajo su piel qué sensibilidad tenían. No eran como los que yo había tratado antes.
Hicimos otras catas, y tampoco resultó. Al final, como a la desesperada, me arranqué por una jota de pinares, y sí, sus pies se pusieron a vibrar. Y eso que no había en aquel grupo nadie de la zona, que eran de allende las fronteras provinciales.
Me paré, les miré, y les dije que qué cantaban en su pueblo. Me dijeron que ellos no cantaban ni pintaban nada. Insistí, les apechugué, les intimidé, y por aquel día así quedó la cosa.
Al otro día, viene uno de un pueblo de León con un papel. Es la letra de una canción que le ha mandado su abuela. Le digo que la tararee. Y él empieza a susurrar como entre dientes la melodía. Se la hago repetir una vez. Luego otra. La siguiente más alto. La otra más despacio. A la no sé cuánta vez el tío está cantando que ni mario lanza. Todos abobados, cuando para, rompimos en aplausos y él, azorado, se puso más colorado que un tomate de los que cultivaba en el huerto de su casa.
Visto que cantar no hace daño, que quien nunca ha cantado bien puede hacerlo si se pone a ello, el resto del grupo se fue animando. Fueron llegando otras coplas, otras personas, nos fuimos envalentonando y… llegó ella, ¿Merche de Mercedes? De Candeleda, provincia de Ávila, casi en Extremadura. Resultó la voz que revolvió la cosa. Tenía estilo, ¿qué habrá hecho de ello?, y una cara ancha, unas pecas divinas y un acento que desarmaba; para comérsela. Que su semblante, con cierta tristura, se iluminara al cantar, terminó por desarmar al resto, chicas y chicos, y daba igual que cuando estábamos ensayando nos oyeran los de fuera o de repente entraran a oírnos desde la puerta, con curiosidad unida a perplejidad. El caso es que ya éramos grupo, nos desvergonzamos, y descubrimos que expresarnos con el canto no es de tías, es de todos, y que no hay deshonor sino expresión bella de sentimientos.
La primera vez que actuamos frente al personal en pleno, triunfamos. Luego llegaron actuaciones fuera. Unas, solos; otras, acompañados por un grupo de teatro que Juanjo, el ácrata, también había aglutinado.
No grabamos nada, ni firmamos nada. Íbamos a asociaciones de vecinos, a centro de cultura, a qué sé yo dónde, a muchos lugares.
Hicimos un repertorio nuestro, de la tierra. Y al cantar, gozamos.
Terminábamos siempre nuestra actuación con el canto final del poema de los comuneros. Y cuando entonábamos aquello de “desde entonces ya Castilla no se ha vuelto a levantar…” la gente se levantaba, oye, y se unía a nuestras voces. Y los mozos y mozas del grupo, al verse así arropados, hinchaban pecho y se subían de tono, y resultaba un final… orgiástico es decir poco.
Tendríais que haber visto a aquellos jóvenes que en sus casas ordeñaban, acarreaban hierba, llevaban el ganado al monte, regaban con azadón, limpiaban la mierda de las cuadras, recogían alubias del barco y también soñaban con salir del pueblo y para siempre, cómo, cuando actuaban, se transfiguraban.
Pero no, ahora no es esta mi intención sino esta otra.
Resulta que el claustro, es un decir, porque sólo éramos ocho, sin contar a la cocinera y ama de casa, Ezequiela, que lo mismo guisaba que nos ponía los puntos sobre las íes, decidió que habíamos de dedicar atención a la cosa de la formación artística para relacionarnos con gente de fuera, y participar en eventos lúdicos y de tiempo libre, je, je.
Cada miembro del equipo asumió lo que le apeteció. Y yo, pues quedé descolgado y sin más palo al que agarrarme que el mástil de mi guitarra. Y estando así, asiéndolo, se me ocurrió. Y no lo pensé, a mi estilo; que es que hago las cosas según me salen.
Total que un día, estando en el comedor, me levanto, doy unas palmadas reclamando su atención, y, en voz alta y con algo de vergüenza, digo que si hay quien está interesado en cantar en grupo, por el simple hecho de cantar, que luego nos vemos en el aula de primero.
Comimos, fregamos y me voy para allá. Nos juntamos dos y medio, o tres menos cuarto. Y nos pusimos a hablar. Y poco pudimos concretar. Sólo que el próximo día, yo traería cosas y veríamos.
A la siguiente vez que nos juntamos ya éramos alguno más. Y empezamos. Yo saqué de mi batería de obuses cosas de las que cantaba en el pueblo con la chiquillada. Pero allí como que no pegaba lo de niño yuntero, o soldadito boliviano. No sé, no terminaba yo de atisbar bajo su piel qué sensibilidad tenían. No eran como los que yo había tratado antes.
Hicimos otras catas, y tampoco resultó. Al final, como a la desesperada, me arranqué por una jota de pinares, y sí, sus pies se pusieron a vibrar. Y eso que no había en aquel grupo nadie de la zona, que eran de allende las fronteras provinciales.
Me paré, les miré, y les dije que qué cantaban en su pueblo. Me dijeron que ellos no cantaban ni pintaban nada. Insistí, les apechugué, les intimidé, y por aquel día así quedó la cosa.
Al otro día, viene uno de un pueblo de León con un papel. Es la letra de una canción que le ha mandado su abuela. Le digo que la tararee. Y él empieza a susurrar como entre dientes la melodía. Se la hago repetir una vez. Luego otra. La siguiente más alto. La otra más despacio. A la no sé cuánta vez el tío está cantando que ni mario lanza. Todos abobados, cuando para, rompimos en aplausos y él, azorado, se puso más colorado que un tomate de los que cultivaba en el huerto de su casa.
Visto que cantar no hace daño, que quien nunca ha cantado bien puede hacerlo si se pone a ello, el resto del grupo se fue animando. Fueron llegando otras coplas, otras personas, nos fuimos envalentonando y… llegó ella, ¿Merche de Mercedes? De Candeleda, provincia de Ávila, casi en Extremadura. Resultó la voz que revolvió la cosa. Tenía estilo, ¿qué habrá hecho de ello?, y una cara ancha, unas pecas divinas y un acento que desarmaba; para comérsela. Que su semblante, con cierta tristura, se iluminara al cantar, terminó por desarmar al resto, chicas y chicos, y daba igual que cuando estábamos ensayando nos oyeran los de fuera o de repente entraran a oírnos desde la puerta, con curiosidad unida a perplejidad. El caso es que ya éramos grupo, nos desvergonzamos, y descubrimos que expresarnos con el canto no es de tías, es de todos, y que no hay deshonor sino expresión bella de sentimientos.
La primera vez que actuamos frente al personal en pleno, triunfamos. Luego llegaron actuaciones fuera. Unas, solos; otras, acompañados por un grupo de teatro que Juanjo, el ácrata, también había aglutinado.
No grabamos nada, ni firmamos nada. Íbamos a asociaciones de vecinos, a centro de cultura, a qué sé yo dónde, a muchos lugares.
Hicimos un repertorio nuestro, de la tierra. Y al cantar, gozamos.
Terminábamos siempre nuestra actuación con el canto final del poema de los comuneros. Y cuando entonábamos aquello de “desde entonces ya Castilla no se ha vuelto a levantar…” la gente se levantaba, oye, y se unía a nuestras voces. Y los mozos y mozas del grupo, al verse así arropados, hinchaban pecho y se subían de tono, y resultaba un final… orgiástico es decir poco.
Tendríais que haber visto a aquellos jóvenes que en sus casas ordeñaban, acarreaban hierba, llevaban el ganado al monte, regaban con azadón, limpiaban la mierda de las cuadras, recogían alubias del barco y también soñaban con salir del pueblo y para siempre, cómo, cuando actuaban, se transfiguraban.
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Cual si se tratara de una emisión radiofónica de discos dedicados y de solicitación, os pongo aquí la pieza que constituída el final de nuestras actuaciones, claro que mucho mejor interpretada, faltaría más. Es el mismísimo Nuevo Mester de Juglaría:
Como ya sabéis, hay que apagar la música ambiental del blog para poder oír el vídeo.
Una hermosa experiencia. Lástima que no quedara nada grabado para que pudiéramos conocer ese coro de voces.
ResponderEliminar¡Qué bonito! esto no lo conocía yo. Ya sabes : "Quien canta su mal espanta" seguro que a todos esos chavales/as se les iban los demonios a otros lares mientras estaban entonando... ¿por cierto, al final, qué cantabais? repertorio de la tierra al estilo Mester y eso?
ResponderEliminar¡Cuántas cosas estupendas has hecho Míguel!
Besos
Arobos, fue sólo una experiencia bonita, y la resalto por lo que supuso para los chavales de reconocimiento y explosión de autoestima. Por aquella época corrían muchas casettes de grupos que reivindicaban regionalismo con canciones viejas y nuevas. Actuábamos a pelo, nada de megafonía y cosas por el estilo. Todo muy artesanal.
ResponderEliminarJulia, sí, todo era de la tierra. La Tía Melitona y jotas segovianas. Una que gustaba mucho, Castilla levántate, de Cigarra. Los titos de Corbillo, jota del tío Juanillo, etc. Y por supuesto el canto final de los comuneros. También rondeñas del sur de Ávila, con sabor extremeño del Valle de la Vera. De León no recuerdo, pero también había alguna. De Zamora creo que no teníamos nada. Aunque sí había gente de Toro y de Aliste. De Villaveza no había nadie, lo siento.
Lo pasábamos muy bien. ¡Qué tiempos!
La música,!! aaaayyyy¡¡ la música...que experiencias tan agradables ofrece...
ResponderEliminarHe vivido esos momentos con mi guitarra a cuestas siempre, me gustaba tanto cantar...
Miguel Angel muy entretenida esta entrada...y eran aquellos tiempos de cantos naturales sin artilugios, no como hoy en dia lleno de aparatos electronicos...
Un cordial saludo amigo...
Sí, Anna, la música… No te haces idea la de cosas que he hecho en mi vida con la música. Y con la guitarra. Y sin saber tocarla. Sólo la rasgueo, y malamente, pero me sido muy útil. Y de cantar, cero patatero. Canto lo que sea, pero fatal. Aún así me atrevo no importa donde. Todo, menos competir. Lo mío es liar y complicar al personal. Solo canto en la ducha, cuando voy en bici, cuando friego u ordeno cosas…
ResponderEliminarCordial también el mío…
Yo también estudié en el I R el Pino en los años 79-80, me gustaría contactar con gente de esa éopca, mi correo es camilogrilla@gmail.com
ResponderEliminarYo tambien estudie en el I R el Pino en los años 79-80, megustaría contactar con gente de esa éopca, mi correo es camilogrilla@gmail.com
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