Fotografía de la Iglesia de San Romà de Sau, sumergida en el pantano de Sau desde 1962
"El templo había estado sobre una isla, dos millas mar adentro. Tenía un millar de campanas. Grandes y pequeñas campanas, labradas por los mejores artesanos del mundo. Cuando soplaba el viento o arreciaba la tormenta, todas las campanas del templo repicaban al unísono, produciendo una sinfonía que arrebataba a cuantos la escuchaban.
"Pero, al cabo de los siglos, la isla se había hundido en el mar y, con ella, el templo y sus campanas. Una antigua tradición afirmaba que las campanas seguían repicando sin cesar y que cualquiera que escuchara atentamente podría oírlas. Movido por esta tradición, un joven recorrió miles de millas, decidido a escuchar aquellas campanas. Estuvo sentado durante días en la orilla, frente al lugar en el que en otro tiempo se había alzado el templo, y escuchó, y escuchó con toda atención. Pero lo único que oía era el ruido de las olas al romper contra la orilla. Hizo todos los esfuerzos posibles por alejar de sí el ruido de las olas, al objeto de poder oír las campanas. Pero todo fue en vano; el ruido del mar parecía inundar el universo.
"Persistió en su empeño durante semanas. Cuando le invadió el desaliento, tuvo ocasión de escuchar a los sabios de la aldea, que hablaban con unción de la leyenda de las campanas del templo y de quienes las habían oído y certificaban lo fundado de la leyenda. Su corazón ardía en llamas al escuchar aquellas palabras... para retornar al desaliento cuando, tras nuevas semanas de esfuerzo, no obtuvo ningún resultado. Por fin decidió desistir de su intento. Tal vez él no estaba destinado a ser uno de aquellos seres afortunados a quienes les era dado oír las campanas. O tal vez no fuera cierta la leyenda. Regresaría a su casa y reconocería su fracaso. Era su último día en el lugar y decidió acudir una última vez a su observatorio, par decir adiós al mar, al cielo, al viento y a los cocoteros. Se tendió en la arena, contemplando el cielo y escuchando el sonido del mar. Aquel día no opuso resistencia a dicho sonido, sino que, por el contrario, se entregó a él y descubrió que el bramido de las olas era un sonido realmente dulce y agradable. Pronto quedó tan absorto en aquel sonido que apenas era consciente de sí mismo. Tan profundo era el silencio que producía en su corazón...
"¡Y en medio de aquel silencio lo oyó! El tañido de una campanilla, seguido por el de otra, y otra, y otra... Y en seguida todas y cada una de las mil campanas del templo repicaban en una gloriosa armonía, y su corazón se vio transportado de asombro y de alegría.
Si deseas escuchar las campanas del templo, escucha el sonido del mar.
Si deseas ver a Dios, mira atentamente la creación. No la rechaces: no reflexiones sobre ella. Simplemente, mírala.
Miles de mensajes nos han aportado a lo largo de la vida las campanas. Nunca se repiten, por más que nos parezcan iguales y reiterados. Es el sonido que prevalece tras la tormenta, el que emerge de las aguas, que respetauosamente le abren camino, el que rompe la monotonía de la tarde o hace que el alba resuene con fuerza de convocatoria. Campanas de nuestra vida, siempre estarán en el recuerdo y en los hechos que nos mantienen alerta. Un cordial saludo
ResponderEliminarPrecioso post y preciosa fotografia Miguel Angel.
ResponderEliminarMe ha gustado mucho.
Un abrazo.
Dicen que los antiguos se organizaban el día según el tañido de las campanas. No sólo servían para el culto, eran fundamentalmente la medida del tiempo en la campiña y también en el núcleo urbano.
ResponderEliminarLuego vinieron los relojes, de pared, de mesa, de bolsillo, de muñeca…, y la prisa se lo comió todo.
Me gusta esa torre sumergida, paralizada en el tiempo y en el espacio; me habla de una vida más sosegada y también más en sintonía con el medio natural, aunque ese embalse tan artificial me devuelva al aquí y al ahora.