Para ser reyes, no lo tuvieron fácil. Y por ser
científicos, hubieron de tenérselas con ignorantes. Menos mal que ustedes eran
personas normales y actuaron con discreción. Ni la corte ni el clero estuvieron
a su altura. Por eso aquellos se perdieron en el olvido, y aún seguimos
recordando a unos extranjeros que llegaron preguntando y recibieron un trato
despectivo.
Es el sino de ustedes no ser acogidos por las altas
dignidades y deseados por las personas simples y menores. A lo largo de los
siglos. También ahora, les advierto. Especialmente en estos tiempos.
Complicados, complejos, desesperantes.
Alguien pueda decir que ustedes tal vez se lo
ganaron. Sí, su sola presencia, su estar preguntando removió asientos y
posaderas regias apoltronadas, enervó ambiciones temerosas y provocó el
sufrimiento y la muerte de inocentes: «Un grito se oye en Ramá, llanto y lamentos
grandes; es Raquel que llora por sus hijos y rehúsa el consuelo, porque ya no
viven» (Mt 2, 18). Con oro, incienso y
mirra no se paga la ignominia. No hay regalos que hagan olvidar una sola noche
de terror. La culpa y la pena han de perpetuarse de generación en generación
hasta el fin de los tiempos, sin redención posible.
Sí,
ustedes deben seguir caminando, tras una estrella luminosa y fugaz, buscando
incansablemente un recién nacido, rey esquivo y misterioso, entre seres de
carne y hueso que sólo sueñan de tejas para arriba una sola noche al año, ya
que el resto del tiempo tienen suficiente con sobrevivir en la intemperie.
Sí, a ustedes se les considera responsables y por lo
tanto los que deben reparar el mal; sin posibilidad de ser exonerados hagan lo
que hagan de esa dura carga.
Sí, en manos de ustedes está satisfacer los sueños y
deseos de la especie humana, por más que una y otra vez se manifieste frustrada.
Tarea prometeica, ahora más que nunca.
Tal vez por eso mismo, y digo sólo tal vez, en estos
tiempos haya pugna por estar en su comitiva, por aparentar ser del cortejo, por
figurar siquiera de personajillo o subalterno junto a ustedes. Por eso mismo
haya empujones para desplazar al que no quiero, para poner al que me gusta,
para contar o descontar según me plazca.
Señores magos de oriente a quienes hemos convertirdo
en reyes de nuestra republicana casa, puesto que tienen una encomienda
imposible de realizar a plena satisfacción del personal, sírvanse hacer lo que
a ustedes les parezca. Al fin y a la postre, les va a dar lo mismo en este
patio de monipodio, más bien corral de comedias. Vengan en buena hora y
déjennos, y déjenme, cualquier cosa que tengan en sus alforjas, tal vez pasado
un rato habrá dejado de interesarnos, substituida por otra diferente. No
lograremos con ninguna de ellas recuperar nuestra inocencia, perdida o
destruida en la noche de la infancia original.
Tal vez la encontremos o reconstruyamos cuando, a la
vuelta de la vida, nuestro final se parezca a nuestro comienzo. Por eso conviene atender a este relato, en el que
los extraños personajes que llamamos reyes magos sirven de custodios de un valiosísimo
pañal divino, vestido del “dios de los dioses”.
Evangelio árabe de la Infancia*
VII 1. Y la noche misma en que el Señor Jesús nació en Bethlehem de
Judea, en la época del rey Herodes, un ángel guardián fue enviado a Persia. Y
apareció a las gentes del país bajo la forma de una estrella muy brillante, que
iluminaba toda la tierra de los persas. Y, como el 25 del primer kanun (fiesta de
la Natividad del Cristo) había gran fiesta entre todos los persas, adoradores
del fuego y de las estrellas, todos los magos, en pomposo aparato, celebraban
magníficamente su solemnidad, cuando de súbito una luz vivísima brilló sobre
sus cabezas. Y, dejando sus reyes, sus festines, todas sus diversiones y
abandonando sus moradas, salieron a gozar del espectáculo insólito. Y vieron
que una estrella ardiente se había levantado sobre Persia, y que, por su
claridad, se parecía a un gran sol. Y los reyes dijeron a los sacerdotes en su
lengua: ¿Qué es este signo que observamos? Y, como por adivinación,
contestaron, sin quererlo: Ha nacido el rey de los reyes, el dios de los dioses,
la luz emanada de la luz. Y he aquí que uno de los dioses ha venido a
anunciarnos su nacimiento, para que vayamos a ofrecerle presentes, y a
adorarlo. Ante cuya revelación, todos, jefes, magistrados, capitanes, se
levantaron, y preguntaron a sus sacerdotes: ¿Qué presentes conviene que le
llevemos? Y los sacerdotes contestaron: Oro, incienso y mirra. Entonces tres
reyes, hijos de los reyes de Persia, tomaron, como por una disposición
misteriosa, uno tres libras de oro, otro tres libras de incienso y el tercero
tres libras de mirra. Y se revistieron de sus ornamentos preciosos, poniéndose
la tiara en la cabeza, y portando su tesoro en las manos. Y, al primer canto
del gallo, abandonaron su país, con nueve hombres que los acompañaban, y se
pusieron en marcha, guiados por la estrella que les había aparecido. Y el ángel
que había arrebatado de Jerusalén al profeta Habacuc, y que había suministrado
alimento a Daniel, recluido en la cueva de los leones, en Babilonia, aquel
mismo ángel, por la virtud del Espíritu Santo, condujo a los reyes de Persia a
Jerusalén, según que Zoroastro lo había predicho. Partidos de Persia al primer
canto del gallo, llegaron a Jerusalén al rayar el día, e interrogaron a las
gentes de la ciudad, diciendo: ¿Dónde ha nacido el rey que venimos a visitar?
Y, a esta pregunta, los habitantes de Jerusalén se agitaron, temerosos, y
respondieron que el rey de Judea era Herodes.
2. Sabedor del caso, Herodes mandó llamar a los reyes de Persia, y,
habiéndolos hecho comparecer ante él, les preguntó: ¿Quiénes sois? ¿De dónde
venís? ¿Qué buscáis? Y ellos respondieron: Somos hijos de los reyes de Persia,
venimos de nuestra nación, y buscamos al rey que ha nacido en Judea, en el país
de Jerusalén. Uno de los dioses nos ha informado del nacimiento de ese rey,
para que acudiésemos a presentarle nuestras ofrendas y nuestra adoración. Y se
apoderó el miedo de Herodes y de su corte, al ver a aquellos hijos de los reyes
de Persia, con la tiara en la cabeza y con su tesoro en las manos, en busca del
rey nacido en Judea. Muy particularmente se alarmó Herodes, porque los persas
no reconocían su autoridad. Y se dijo: El que, al nacer, ha sometido a los
persas a la ley del tributo, con mayor razón nos someterá a nosotros. Y,
dirigiéndose a los reyes, expuso: Grande es, sin duda, el poder del rey que os
ha obligado a llegar hasta aquí a rendirle homenaje. En verdad, es un rey, el
rey de los reyes. Id, enteraos de dónde se halla, y, cuando lo hayáis
encontrado, venid a hacérmelo saber, para que yo también vaya a adorarlo. Pero
Herodes, habiendo formado en su corazón el perverso designio de matar al niño,
todavía de poca edad, y a los reyes con él, se dijo: Después de eso, me quedará
sometida toda la creación.
3. Y los magos al abandonar la audiencia de Herodes, vieron la estrella,
que iba delante de ellos, y que se detuvo por encima de la caverna en que
naciera el niño Jesús. En seguida cambiando de forma, la estrella se torné
semejante a una columna de fuego y de luz, que iba de la tierra al cielo. Y
penetraron en la caverna, donde encontraron a María, a José y al niño envuelto
en pañales y recostado en el pesebre. Y, ofreciéndole sus presentes, lo
adoraron. Luego saludaron a sus padres, los cuales estaban estupefactos,
contemplando a aquellos tres hijos de reyes, con la tiara en la cabeza y
arrodillados en adoración ante el recién nacido, sin plantear ninguna cuestión
a su respecto. Y María y José les preguntaron: ¿De dónde sois? Y ellos les
contestaron: Somos de Persia. Y María y José insistieron: ¿Cuándo habéis salido
de allí? Y ellos dijeron: Ayer tarde había fiesta en nuestra nación. Y, después
del festín, uno de nuestros dioses nos advirtió: Levantaos, e id a presentar
vuestras ofrendas al rey que ha nacido en Judea. Y, partidos de Persia al
primer canto del gallo, hemos llegado hoy a vosotros, a la hora tercera del
día.
4. Y María, tomando uno de los pañales de Jesús, se lo dio a manera
de elogio. Y ellos lo recibieron de sus manos de muy buen grado, aceptándolo,
con fe, como un presente valiosísimo. Y, cuando llegó la noche del quinto día
de la semana posterior a la natividad, el ángel que les había guiado
anteriormente, se les presenté de nuevo bajo forma de estrella. Y lo siguieron,
conducidos por su luz, hasta su llegada a su país.
VIII 1. Los
magos llegaron a su país a la hora del mediodía. Y Persia entera se alegró y se
maravilló de su vuelta.
2. Y, al crepúsculo matutino del día siguiente, los reyes y los
jefes se reunieron alrededor de los magos, y les dijeron: ¿Cómo os ha ido en
vuestro viaje y en vuestro retorno? ¿Qué habéis visto, qué habéis hecho, qué
nuevas nos traéis? ¿Y a quién habéis rendido homenaje? Y ellos les mostraron el
pañal que les había dado María. A cuyo propósito celebraron una fiesta, al uso
de los magos, encendiendo un gran fuego, y adorándolo. Y arrojaron a él el
pañal, que se tornó aparentemente en fuego. Pero, cuando éste se hubo
extinguido, sacaron de él el pañal, y vieron que se conservaba intacto, blanco
como la nieve y más sólido que antes, como si el fuego no lo hubiera tocado. Y,
tomándolo, lo examinaron bien, lo besaron, y dijeron: He aquí un gran prodigio,
sin duda alguna. Este pañal es el vestido del dios de los dioses, puesto que el
fuego de los dioses no ha podido consumirlo, ni deteriorarlo siquiera. Y lo
guardaron preciosamente consigo, con fe ardiente y con veneración profunda.
* El Evangelio árabe de la
Infancia, también conocido como Evangelio árabe del Pseudo Juan, es un
evangelio apócrifo tardío, escrito entre los años 450-550 d.C.
en asirio y luego traducido al árabe, de 158 páginas conservadas en buen estado,
que se guarda en la Biblioteca Ambrosiana de Milán.
Se trata de una recopilación
escrita de narraciones conservadas oralmente para satisfacer la curiosidad de quienes
deseaban más detalles de la infancia de Jesús.